El miedo es un importante mecanismo de supervivencia. En las situaciones en las que la vida se ve amenazada, produce una descarga de adrenalina que puede salvarnos de la muerte.
El miedo también sirve a los niños en otras situaciones, en apariencia menos extremas. Puede impedir que un niño se aventure en un callejón oscuro de una zona peligrosa, o que se detenga a hablar con un extraño, o que trepe por una ladera rocosa y demasiado empinada.
También tiene un lado negativo. Cuando es irracional, basado en distorsiones de la percepción, o resultado de asociaciones negativas que se han impreso psicológicamente en la mente del niño, el miedo puede paralizar física y emocionalmente. Por ejemplo, una niña de siete años que aún no sepa leer bien y se sienta mal por ello evitará leer en voz alta siempre que le sea posible; cada vez que la maestra le pida que lea para toda la clase, se atemorizará y se inhibirá, y esta angustia magnificará sus problemas de lectura. Convencida de que es irremediablemente inepta para leer, sólo leerá cuando la obliguen las circunstancias. Si el problema subyacente no se resuelve, la falta de confianza en sí misma, su autocondicionamiento negativo, su bajo nivel de flexibilidad emocional y su miedo no harán más que afectar sus elecciones posteriores relacionadas con los estudios y producir monumentales barreras psicológicas que le obstaculizarán el camino a la realización.
Obviamente, al niño con déficits específicos e identificables debe brindársele la asistencia apropiada. Pero acaso esta asistencia no resulte suficiente. También hay que ayudar lo a descubrir que existen estrategias que pueden reducir su vulnerabilidad y sus miedos a exponerse al fracaso y al ridículo, reales o imaginarios. Una vez que aprenda a pensar con listeza, se dará cuenta de que hay alternativas viables para la actitud de dejarse incapacitar emocionalmente por los reveses temporarios.
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