No es necesario que un chico sepa a los ocho años —ni siquiera a los dieciocho qué es lo que quiere hacer del resto de su vida. Muchas decisiones de carrera que se toman en la primera infancia suelen ser influidas por fantasías que pronto caen en el olvido. El niño de diez años que anuncia que desea ser “doble” cinematográfico profesional acaso lo diga porque acaba de ver un programa alusivo en la televisión. Aunque probablemente su meta sea temporaria, sin embargo cumple una función importante. El niño está empezando a apreciar el valor de enfocar sus energías en un objetivo.
Los niños que toman tina decisión respecto de una carrera a una edad temprana y son fieles a ella a lo largo de toda la vida suelen poseer un talento especial en un área particular. Estos niños gravitan naturalmente hacia actividades que capitalicen ese talento. El reconocimiento y la afirmación que reciben por sus realizaciones crean un sistema de apoyo emocional que los sostiene y les permite tolerar las pruebas y tribulaciones que puedan experimentar.
El niño orientado hacia una meta se destaca de entre los demás. A los nueve años, por ejemplo, puede estar convencido de que algún día será jugador de un equipo de fútbol profesional. Una vez dedicado a la obtención de esa meta, centra su energía en su objetivo. Probando continuamente sus límites, se esfuerza por dar el máximo de sí mismo. Si le va bien en la escuela, su motivación aumentará, su autoestima y su confianza en sí mismo crecerán y su dedicación se solidificará.
Las metas alientan el amor por sí mismo. Este amor por uno mismo es un reflejo del sentido positivo que el niño tiene de sí y la confianza de poder hacer que ocurran cosas positivas en su vida. Aunque a veces se lo confunda con el egoísmo, este sentimiento es muy distinto de la arrogancia y el egocentrismo del egoísta. Sin amor por uno mismo, nunca podrían construirse puentes, nunca podrían escribirse libros ni esculpirse estatuas ni descubrirse vacunas.
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