Superando los riesgos de la cultura
Estaba sola, esperándome tras la última fila
de bancos de la capilla de la Universidad. Se me acercó con una mezcla de
timidez y hostilidad y me espetó: "¿Por qué me falló usted también?"
Como el desafío vino de sopetón, sólo atiné a
decirle: "Siento mucho que usted piensa que le he fallado. "¿Por qué
lo dice?"
Y me contó: “Vine a escucharle
porque por el tema anunciado para el sermón creí que usted hablaría sobre la
muerte. Nadie quiere hablar conmigo sobre ese tema. Mi mejor amigo murió en
Vietnam. Estábamos enamorados. Ahora todo parece vacío y yo no encuentro a
nadie con quien conversar sobre este asunto. Mi familia me trata como si fuera
una extraña. Mis amigos evitan totalmente la cuestión. Mi compañera de pieza me
dice que no debo ser morbosa. ¿No hay nadie que se interese por mí y al que le
importe cómo me siento?”.
Sus demandas y sentimientos eran
reales y conmovedores, tan grandes como su necesidad. Representaba a muchos que
luchan con sus sentimientos y a quienes se les niega la ayuda necesaria. En
realidad no se trata de negar una ayuda, sino más bien de una implícita
conspiración del silencio. Hablamos durante una hora más o menos, pero era muy
poco tiempo para una necesidad tan grande. Había sufrido una experiencia que
hizo añicos su vida y que la marginó del tipo de comunicación que necesitaba
para sobrellevarla.
La destreza para hacer frente a la
muerte estará determinada, en parte por lo menos, por las actitudes que
adoptemos frente a ella, según los dictados de nuestra cultura. Esa cultura
ejerce su influencia de una manera sutil, a veces más de lo que imaginamos
porque nunca nos detuvimos a analizar dicha influencia y por ello no percibimos
con claridad qué papel juega la actitud al plasmar nuestra manera de pensar y
de sentir.
Una señorita busca pero no encuentra
a nadie con quien desahogar su pena por la muerte del amigo soldado en Vietman.
A veces resulta difícil atravesar la maraña de hechos y actitudes artificiales
que nos envuelve en nuestro infortunio. Parecería que las personas se
desplazaran de un lado a otro como actores en un escenario, cada uno
representando su papel, pero despojados de su verdadera personalidad. ¿Cómo
romper este cerco de frustración? ¿Cómo abrir una brecha en las restricciones
que parecen superponerse a los legítimos sentimientos y sus exteriorizaciones?
¿Por dónde empezar?
Empecemos con nosotros, como parte
de nuestra cultura. Estemos dispuestos a participar de esa sugestiva
sensibilidad y de las actitudes que son
propias de nuestro tiempo y lugar en la historia.
Las actitudes hacia la muerte
cambian de siglo en siglo, aún de generación en generación. Nuestro
comportamiento frente a la muerte ha de ser muy distinto del que adoptaban
nuestros abuelos. Y esto no porque alguien de pronto decidió que las cosas fuera
diferente. Más bien, y como parte de ese complejo mecanismo de la vida, podemos
afirmar que se suceden cambios significativos (reconocidos o no reconocidos)
resultantes de múltiples fuerzas en interconexión.
Vivimos en uno de los períodos más
violentos de la historia humana. Todavía no ha finalizado el siglo y sin
embargo han muerto más millones de inocentes a causa de la guerra, del crimen y
de accidentes que en toda la historia pasada. No es habitual que nos detengamos
a meditar sobre este hecho tan doloroso. Nos adaptamos y amoldamos a nuestro
tiempo porque somos parte integrante del mismo y participamos de su cambio.
Pero en parte esa adaptación tiene su génesis en el hacho que rehuimos la
responsabilidad de adoptar la actitud honesta y valiente de tomar al toro por
las astas frente a la violencia y a la muerte. Hemos creado defensas
psicológicas para bloquear todo aquello que es demasiado doloroso de afrontar.
Por lo tanto nos rehusamos a pensar, hablar y sentir en este terreno tan vasto
de la experiencia humana.
Si nos resulta difícil hablar sobre
la muerte, en nada nos diferenciamos de l incontable número de personas para
quienes el tema resulta desconcertante. En un hospital dónde pronuncié algunas
conferencias, regía una ley no escrita según la cual ningún coche fúnebre podía
acercarse a los terrenos donde se levantaba el hospital. Se retiraban los
cadáveres en ambulancias. Prácticas similares se repiten en todas partes. El
deseo de evitar los funerales y las pompas fúnebres en un esfuerzo por negar la
muerte es compartido por muchísimas personas en la comunidad y en la sociedad
en que vivimos.
El hecho cierto es que en nuestros
días resulta difícil, más aún que en el pasado, enfrentar la muerte y los
sentimientos que desencadena Y cabe preguntarnos el porqué de ello, ya que la
muerte ha sido siempre igual, por lo menos el hecho de la muerte en sí. Lo que
ha cambiado es la forma de adaptar nuestra actitud a su realidad.
Lo que antes se daba por sentado,
como parte integrante de la vida, ahora resulta algo remoto y desconocido. El
rector de una universidad relató que en respuesta a un cuestionario distribuido
entre alumnos del primer año, ni uno solo de ellos había sido testigo
presencial de una muerte. En nuestros días se procura que la muerte no aparezca
integrada con los hechos normales de la vida y se la encierra en ámbitos
especializados donde no nos podamos topar con ella. De esta manera se nos niega
la oportunidad de desarrollar la capacidad personal necesaria para poder lidiar
con la misma. Los cambios introducidos por nuestra generación tecnológicamente
ducha, produce efectos secundarios que modifican nuestra manera de vivir. Nadie
tomó la decisión de que la muerte fuera un hecho totalmente separado de la vida.
Pero los avances de la medicina y las facilidades hospitalarias han hecho que
se den por sentado que la mayoría de las personas mueren en presencia exclusiva
de las enfermeras, los médicos, los empleados de las funerarias y, en
ocasiones, del patrullero policial.
¡Qué diferencia notable con lo que
ocurría en tiempo de nuestros abuelos! Un siglo atrás la muerte sucedía en el
ámbito del hogar y de la familia. Los allegados no habrán sido muy diestros
técnicamente hablando, pero les afectaba profundamente lo que le estaba
ocurriendo al ser querido. Hemos pasado de la tesitura emocional a la destreza
técnica, y en el proceso hemos rodeado a la muerte de una atmósfera impersonal.
Sin embargo, la mayoría de las personas interrogadas sobre cómo y dónde
quisieran morir, contestaron que preferirían que fuese en su hogar y en
compañía de los suyos.
Todos esos cambios impiden que las
necesidades emocionales estén a la altura de los requerimientos físicos. Va por
descontado que aplaudimos los progresos médicos pero también debemos
interesarnos por lo que sucede con los sentimientos. Cuando se saca a la muerte
del ámbito de la vida, el hecho en sí sigue siendo real, pero nuestra conexión
con ella tiende a ser remota e irreal.
Siempre ocurre algo importante
cuando se suprime de nuestra vida emocional la experiencia directa de un
acontecimiento trascendente. El suceso real en el ámbito de una atmósfera
irreal, separa la causa del efecto. Cuando esto ocurre podremos dar nuestro
consentimiento intelectual a un suceso que es rechazado emocionalmente. Esto
produce una fisura en nuestra postura frente a la vida, y crea un estado de
confusión. En nuestra confusión podremos desconocer nuestras necesidades
emocionales y privarnos así de los recursos disponibles para hacer frente a la
crisis. Hay muchísimas personas que no saben qué decir o qué hacer, cómo sentir
o cómo actuar.
Si pretendemos abordar la realidad
contando con esa postura fisurada, lo único que lograremos es creer que las
cosas desagradables desaparecerán tan sólo con no mirarlas. Disponemos de mecanismos estructurales que nos protegen
contra un exceso de dolor que vaya más allá de lo que podemos aguantar. O
reforzamos los procesos naturales ingiriendo nuestra parte de los miles de
toneladas de tranquilizantes y analgésicos que se consumen anualmente. En n de
que podemos borrar de nuestra conciencia al dolor, creemos que hemos quitado la
causa que lo provocó. Pero esta desilusión se desintegra y tarde o temprano
tendremos que tomar conciencia de los motivos que nos indujeron a sedarnos.
Cuando el hecho doloroso es la
muerte, y el dolor agudo es la pesadumbre, nada de lo que tomemos podrá matar
el dolor en forma permanente. Podremos amenguarlo temporariamente, pero en
última instancia nuestra alternativa tendrá que ser entre depender
permanentemente de las drogas u otras formas de escapismo y enfrentar
honestamente el hecho doloroso y aprender a dominarlo. Cuando adquirimos la
destreza necesaria para enfrentar la realidad, por más dolorosa que sea, a la
postre salimos fortalecidos y no debilitados.
Un trasfondo cultural con
disposición de ánimo que tienda a negar la realidad, atenta contra las
necesidades básicas de las personas. Nuestra exuberancia cultural nos ha negado
alguna de las habilidades lentamente adquiridas para actuar frente a las
pérdidas. Como habitualmente conseguimos todo lo que queremos no hemos tenido
que aprender a manejarnos sin ellas.
Cuando no sabemos qué decir o qué
hacer durante una crisis emocional, lo primero que se nos ocurre es reprimir o
esconder nuestros sentimientos. Entonces, en lugar de combatir la crisis
abiertamente y con originalidad creadora, buscamos rodeos y escapes emocionales
que nos permitan negar la realidad y refugiarnos en reflexiones ilusorias.
Cuando tratamos de escapar de las cosas como son, creando un mundo de ensueño y
de creencias movidas por el deseo, estamos creando un vacío que llenamos de
ansiedad. Cuando no podemos localizar nuestros sentimientos para actuar sobre
ellos de una manera constructiva, quedaran librados al albur de las
contingencias por el resto de nuestras vidas. Entonces nuestros temores, que
hasta este momento eran fundados, aumentaran hasta transformarse en una
ansiedad paralizante que obligará a un tratamiento especializado. De todo esto
se desprende que nuestra negación cultural puede llevarnos al estado de
enfermedad e impedir la puesta en acción de los recursos curativos que tan
desesperadamente necesitamos.
La familia, que una vez fue la
fuente de la seguridad, ha cambiado su manera de ser y más bien es causa de que
se agrave y no de que se resuelva el problema planteado por la tristeza. Esas
familias numerosas y multigeneracionales del pasado podían proyectar la tensión
emocional en varias direcciones. Siempre había en la casa con quien hablar y desahogar los
sentimientos. En cambio ahora la familia
se reduce a una simple unidad formada por el esposo, la esposa y sus pocos
niños. La amenaza de la muerte se les torna insoportable porque significaría la
destrucción total de la unidad familiar. En el círculo de la familia reducida,
sus miembros se encuentran tan emocionalmente enredados unos con otros que la
comunicación franca y abierta resulta
riesgosa, cosa que no sucede en el ámbito de un clan familiar. Asimismo el
confinamiento de los ancianos en centros de reposo y la actividad de los niños
concentrada fuera del hogar incapacita a la familia (más que antaño) a
enfrentar y resolver las crisis emocionales.
Surge claro, de resultas de esta
investigación, que nuestra cultura hace que sea muy difícil satisfacer las
apremiantes necesidades personales de la gente. Por supuesto que todavía
conservamos los sentimientos, pero en lugar de darles rienda suelta preferimos
reprimirlos porque parece más digno hacerlo así. En razón de ello necesitamos
ayuda especializada para establecer formas contemporáneas y admisibles de
expresar nuestros sentimientos profundos.
Algunos de los recursos que más
podrían habernos ayudado están siendo presos rápidamente de desbarajuste
cultural que se aprecia, y especialmente de los avances de la
intelectualización. Con una sensatez que ponían en juego en todos los aspectos
de la vida, nuestros antepasados imaginaron maneras de resolver sus crisis que
satisfacían aun mismo tiempo las
necesidades físicas, psicológicas, emocionales y espirituales. Ejecutaban ritos
y rituales ceremonias que suministraban canales que apropiados y de fácil
comprensión para expresar los sentimientos más hondos. Debido a nuestro énfasis
en la intelectualización, hemos perdido mucho de estos recursos. Tendremos que
redescubrir alguna de las antiguas maneras de hacer las cosas o suplirlas con
métodos igualmente válidos para expresar los sentimientos y abrirnos camino en
nuestra pesadumbre. De no ser así, continuaremos deteriorándonos a un punto tal
que hasta podremos perder la capacidad de experimentar sentimientos hondos.
El conocimiento en la rama de las
ciencias de la personalidad, nos permite comprender, como nunca antes en el
pasado, las causas íntimas de nuestro comportamiento. Podemos saber cuales son
nuestras necesidades en tiempos de crisis. Estamos en condiciones de reevaluar
los buenos criterios del pasado y descubrir nuevas formas de comprensión con las
investigaciones del presente. Con esta idea en vista y nuestro conocimiento así
adquirido, deberíamos poder mejorar nuestra capacidad para el tratamiento
sensato de la pesadumbre y brindar nuevos procedimientos para ayudar en el
proceso de un saludable duelo.
Tarde o temprano tendremos todos que
enfrentar a la muerte, en nuestras propias vidas o en las vidas de nuestros
seres queridos. En vez de una actitud temerosa y temblorosa que ansía
sustraerse a esta experiencia humana, podemos adoptar una postura tan corajuda
y aventurera como lo hicimos antaño al
explorar otras fronteras.
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