La pesadumbre es un
patrimonio exclusivamente personal
Hemos de entender mejor lo que pasa
en nuestra interioridad, cuando llega la muerte, si podemos columbrar nuestra
pesadumbre como una forma de comportamiento. Se trata de una respuesta total de
todo nuestro ser a una crisis en nuestra vida. Nuestra manera de actuar debería
guardar relación con nuestra personalidad...
Pero hay ocasiones en que
adoptamos formas de comportamiento que están lejos de traducir una expresión de
nuestro ser, porque pareciera que somos incapaces de adivinar nuestros propios
sentimientos o creemos que es incorrecto darles una forma de expresión según lo
percibimos. Esto es particularmente cierto en una civilización donde con tanto
éxito se cultiva el conformismo. Los avisos comerciales de la televisión y de
las revistas nos recomiendan con insistencia que hagamos como hacen los otros,
que nos parezcamos a los otros, que tengamos el mismo olor que los otros. Y no
nos detenemos a preguntar quién establece los modelos a los cuales hemos de
conformarnos. Con alarmante facilidad hacemos abandono de nuestra peculiar
manera de hacer las cosas, cambiándola por pautas de un comportamiento que nos
endilgan de afuera.
Desde el momento que pesadumbre es
una forma de respuesta altamente individualizada a nuestras más íntimas crisis emocionales, es
importante que la misma sea captada en términos personales. Lo que digan los
otros en cuanto a qué debo sentir o cómo debo actuar, tiene un valor muy
relativo comparándolo con lo que verdaderamente ciento y con lo que realmente
quiero hacer. Nuestra pesadumbre debería ser una auténtica expresión de
nosotros mismos y de cómo nos sentimos, más que una forma estilizada de comportamiento
determinada por otros. Si no encuentra cauces de genuina expresión, dejará
secuelas que tendrán que ser tratadas en el futuro o de lo contrario se deberán
soportar sus consecuencias en forma de conflicto interior y tensiones por el
resto de la vida.
Marilyn pertenecía a una iglesia
cuyo joven pastor tenía ideas bien definidas pero equivocadas sobre el
comportamiento frente a la muerte. Cuando murió la madre de Marilyn, el pastor
le dijo que una verdadera creyente no debía lamentarse ni pretender un funeral
demasiado elaborado. Debía de inmediato hacer cremar el inútil cuerpo y sólo
entonces oficiar un servicio triunfal, en un máximo esfuerzo por hacer de ese
servicio un testimonio de fe verdadera, en vez de una ocasión de tristeza y
pesadumbre.
Marilyn, desconcertada y
respaldándose en el pastor, accedió a sus sugerencias. Pero no se resignaba del
todo a esa situación. Actuaba de una manera y se sentía de otra. Después del
servicio le roía la desagradable sensación de haber estado jugando un juego
consigo misma. No sentía que el servicio religioso hubiera guardado relación
con el afecto que tenía por su madre. No entendía del todo por qué se sentía
tan incómoda, pero sí sabía que lo estaba.
El comportamiento externo de Marilyn
entró en conflicto con sus sentimientos internos. Es importante que las
personas sepan desempeñarse en una crisis como un ente totalizado, como un ser
integrado en sus múltiples facetas. A Marilyn se la presionó a rechazar un
comportamiento de grupo en medio del cual se hallaba cómoda, por algo que a
ella no le parecía. Bien. Se le pedía
que renunciara a sus legítimos sentimientos para asumir un rol que en gran
parte negaba el apoyo de grupo que desesperadamente necesitaba en esos momentos
de alteración emocional. Se le pidió que actuara triunfalmente cuando en
realidad estaba confundida, triste y necesitaba ayuda. Buscando una manera
sincera de expresar sus verdaderos sentimientos, se le aconsejó que adoptara
una postura hipócrita y que jugara un papel que para ella era totalmente
equívoco. Aún en el caso de aquellas personas poseedoras de una firme creencia
en la supervivencia del espíritu humano, de quienes sostienen que la muerte no
es más que el traspaso de un estado físico a uno de espiritualidad pura,
debería aceptarse el hecho de que los sentimientos son una cosa y las opiniones
intelectuales son otra. La creencia en la inmortalidad puede ser un sostén
formidable en la vida, pero aún resta considerar los sentimientos de soledad
personal y los cambios básicos producidos en los esquemas de la vida, que
necesitan de un reajuste. El proceso de adaptación al cambio requiere que
nuestros más hondos sentimientos sean aceptados y afrontados con sinceridad.
Así como la muerte se puede
presentar de diferentes maneras, así
también hay distintas formas de pesadumbre. Existe, por ejemplo, esa pesadumbre
queda, profunda y paralizada que pareciera estar más allá de las formas
habituales de consuelo. La persona quiere pero no puede. Querrá aceptar la
ayuda que se le brinda pero no sabe cómo recibirla. Querrá hablar sobre sus
sentimientos pero las palabras se le escapan de la mente.
En contraste, otras personas
reaccionan con una explosión de sus sentimientos. Lloran profusamente,
descargando su pesadumbre en un torrente verborrágico, tan copioso como las
lágrimas vertidas. Las personas cuyos sentimientos se exteriorizan tan
fácilmente, están en mejores condiciones, generalmente, de sobrellevar su pena
que aquellos que la reprimen. Las personas que nos rodean pueden comprender y
compartir estas expresiones efusivas más fácilmente que el silencioso
sufrimiento de las personas cuyo s sentimientos parecen estar tan profundamente
alojados que es imposible llegar a
ellos. Parece ser que, en parte al menos, las diferentes maneras de expresar el
dolor se explican por un trasfondo étnico personal. Las personas cuyos
antepasados han vivido en la cuenca del Mediterráneo tienen por lo general la
capacidad de dar fácil salida a sus sentimientos y librarse de ellos. Como
contraste, los que provienen del norte de Europa, tienden a ser más retraídos y
rígidos ejercitando un severo control en cuanto expresar sus sentimientos se
trate. No quiere decir esto que carecen de emociones fuertes o que no sufren
debido a su incapacidad de expresarlos libremente.
Aún dentro de la misma familia hay
diferencias de personalidad entre sus miembros que influyen en la manera de
expresar los sentimientos. Los hombres tienden a ser más retraídos que las
mujeres. Las personas expansivas dan rienda suelta a sus sentimientos, no así
las reservadas o introvertidas que se
los guardan.
Si bien no hay generalización sin
excepciones, a los efectos de nuestro propósito será suficiente que digamos que
en los ejemplos de grupos que han estimulado la libre expresión de la
pesadumbre, se ha comprobado un estado de salud que abarca a toda la
personalidad, superior a los grupos que han rechazado y reprimido las profundas
respuestas emocionales de la vida.
De modo pues que al contender con
nuestra pesadumbre, debemos considerarnos únicos en nuestro género. Nadie ha
tenido exactamente la misma experiencia, en relación con la vida, que cada uno
de nosotros. Nadie puede tener exactamente los mismos sentimientos nuestros. De
manera que la primera regla a tener en cuenta al aceptar pesadumbre y encararla
como problema a ser resuelto, es recordar que es nuestra pesadumbre la
que está en juego.
Una joven pareja
recientemente casada, eran íntimos amigos del padrino de la boda. Para ellos
fue un golpe terrible cuando se enteraron, poco tiempo después, que se había
suicidado. No podían imaginar que hubiera hecho una cosa así. No encajaba en su
manera de ver la vida. Y organizaron todos sus recursos mentales para rechazar
esa dolorosa e inaceptable realidad.
Cuando visité a la pareja el joven me dijo que habían ido a la casa
mortuoria y de pie al lado del ataúd contemplaron por un rato el cadáver de su
amigo. Y añadió:”Nos fue imposible creerlo hasta que lo vimos allí.”
Nada mejor para irrumpir en sus bien
organizadas defensas contra la penosa realidad, que ese momento
de verdad y de sincera confrontación, al verse cara a cara con la
muerte. Aquí estaba el cuerpo fácilmente reconocible del amigo, sus ojos
cerrados, colocado en un receptáculo que no sería jamás ocupado por un cuerpo
vivo. Este era el ambiente quieto y solemne de la empresa funeraria. Aquí
estaba la realidad externa, que hablaba directamente a sus negaciones de una
manera que sólo ella podía hacerlo.
Esta es la razón por la cual los
psiquiatras aseguran que el instante de la verdad que llega cuando las personas
contemplan un cadáver, puede ser uno de los elementos de mayor significación
terapéutica en el proceso de lidiar con la muerte. En tanto y en cuanto la
persona no acceda a mirar de frente la realidad de los cambios que acompañan a
la muerte, será muy difícil, por no decir imposible, iniciar el proceso de
duelo.
Por más desagradable y doloroso que
a menudo resulte enfrentar a la muerte, la elección es simple e inevitable. O
afrontamos la realidad y nos liberamos del yugo de la negación o persistimos en
vivir en el auto-engaño. Mientras persistamos en nuestras negaciones e
ilusiones, seremos incapaces de elaborar el duelo. A menos que logremos
hacerlo, construiremos nuestra vida sobre actitudes ilusorias que no podrán
tenerse en pie cuando nos desplacemos hacia nuevas exigencias y situaciones
perentorias. Si podemos romper la barrera de las negaciones, podremos comenzar
el saludable proceso de duelo que hará posible recuperar la parte de nuestra
inversión emocional que estaba ligada indisolublemente a la persona que murió.
Cuando recobremos esta parte de nosotros mismos, seremos capaces de incorporar
a nuestra vida mental todos los valiosos recuerdos del muerto. Y estos
recuerdos enriquecerán nuestra vida sin correr riesgos emocionales. Se torna
posible reclamar esa parte de la vida y de la experiencia del muerto que no
puede ser arrebatada por la muerte. Debemos despojarnos de lo falso para
descubrir lo verdadero. Tenemos que estar dispuestos a desprendernos de lo que
ya no puede ser asido para contar con el recuerdo y la rica inspiración que
puede venir de la vida de uno que un día amamos y ahora hemos perdido como ser
físico.
A mucha gente le resulta difícil
entender el proceso mediante el cuál podemos pasar de la tristeza dolorosa a un
proceso de duelo que restaura nuestra vida. Una forma sencilla de expresarlo es
diciendo que debemos pasar por el equivalente emocional de un Viernes Santo,
para obtener la experiencia restauradora de una Pascua.
En el drama de esos sucesos
históricos, hallamos la clave para nuestra experiencia personal, al pasar del
dolor de la pesadumbre a la nueva vida descubierta a través del duelo
elaborado.
Nuestra pesadumbre nos da cabal
conciencia del penoso hecho de la separación y la pérdida motivada por la
muerte. Nuestro duelo es nuestra experiencia personal y privada de una
resurrección. A través de ella descubrimos la dimensión espiritual de la
personalidad, tan rica y llena de
significación, que no puede ser obliterada por el acontecimiento biológico de
la muerte. La vida que ha sido destruida por fuerzas biológicas inherentes a
nuestro ser físico, es restaurada, en la acepción espiritual, por una
prolongación de la vida no física. De la misma manera que debemos desprendernos
de lo físico para realizar lo espiritual en su plenitud, así también debemos
aceptar nuestra pesadumbre, con toda su aflicción, para acomodarnos a la nueva
realidad, que puede restablecer todo aquello que la muerte no pudo arrebatar.
Nuestra pesadumbre, entonces, no es
nuestro enemigo, sino parte de un proceso que nos puede conducir hacia un
recuerdo saludable, una sabiduría espiritual y una recuperación personal.
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