Los requerimientos
emocionales
Cuando enfrentamos una crisis grave,
se pone en evidencia la importancia capital que reviste todo aquello que
satisfaga nuestro déficit emocional. Nadie ignora que nuestras emociones
constituyen una parte vital y central de nuestra personalidad: nuestras
experiencias de grandes alegrías y grandes tristezas son las respuestas
emocionales a nuestra condición de seres vivos. Sin embargo, no es raro que a
menudo apenas seamos conscientes de la forma en que nuestras emociones toman
vida, y de lo que debemos hacer para atender a sus requerimientos
Como cualquier otra parte de nuestro
ser, nuestras emociones tienen una historia de crecimiento. Sin excepción, todo
lo que ha sucedido ha dejado su impronta. A veces una experiencia en particular
provoca un fuerte impacto emocional; en otras ocasiones tal vez no nos
percatamos de las fuerzas que lenta e inexorablemente han modificado nuestros
sentimientos. Si hemos de entender y gobernar sabiamente nuestra pesadumbre,
debemos saber cómo se desarrolla y cómo puede ser controlada.
Ante todo debemos saber que la
pesadumbre es la capacidad de sentir profundamente, atributo que no es
compartido por formas más primitivas de vida. Y la facultad de apesadumbrarnos
sólo es posible cuando adquirimos una capacidad notoriamente evolucionada que
nos permite relacionarnos con nuestros semejantes en grado significativo.
Quienes han estudiado la naturaleza
del dolor, enseñan que éste caracteriza a la función nerviosa altamente
especializada. Por ejemplo, una ameba no podría tener un dolor de muelas. Esa
forma de vida primitiva de la almeja, con funciones no especializadas, supone
la falta demuelas y sus molestias concomitantes. De manera que para gozar del
privilegio de un dolor de muelas es imprescindible que contemos con ese tejido
especializado que forma la dentadura... Lo que antecede cabe para toda la gama
de funciones especializadas que conforman al ser humano.
Por lo tanto, nuestra pesadumbre no
es algo de lo cual debamos avergonzarnos y tratar de ocultarlo, pues no es otra
cosa que el anverso del amor. En la medida en que podamos amar intensamente
podremos apesadumbrarnos profundamente.
No debemos angustiarnos por nuestra
capacidad normal de estar tristes. Por el contrario, debería inquietarnos la
tendencia a desnaturalizar o negar nuestra tristeza. ¿Cómo se canaliza por
cauces malsanos nuestra capacidad básica de sana pesadumbre? Parte de la
respuesta está dada por el largo y lento proceso de nuestro aprendizaje sobre
la muerte y su pesadumbre. Muchas de las cosas más importantes de la vida han
sido dejadas de lado en los programas educativos. En la escuela podemos
aprender a leer, a escribir y aritmética. Pero, ¿dónde aprendemos algo sobre el
amor, sobre el sentido de la vida y lo concerniente a la muerte? En estas áreas
nuestro aprendizaje ha sido generalmente indirecto e irregular. A veces no nos
damos cuenta de que aprendimos algo sobre esos temas, y ello se debe a que
nuestra capacidad de aprender no está específicamente con lo que es.
¿Cuál es el primer recuerdo que
tenemos sobre la muerte? ¿Es una idea o es una percepción? : ¿Fue acaso la
muerte de un vecino, de algún animalito mimado, de un pariente, tal vez del
abuelo o del bisabuelo? ¿Cómo reaccionaron ante la muerte los adultos que nos
rodearon en ese momento? ¿Permanecieron calmos y dispuestos a responder todas a
todas nuestras preguntas? ¿O eludieron las respuestas y actuaron como si todo
lo que estaba sucediendo fuera tabú para nosotros?
Puede ser que hayamos aprendido más
sobre la muerte de lo que imaginamos, a través de esas experiencias. Y aún en
el caso en que el tema no fue abiertamente ventilado, aprendimos a relacionar
la idea de la muerte con el temor, el recelo y la ansiedad. Y aún cuando la
muerte ocurra hoy, todas esas tempranas emociones afloran y se disponen
ordenadamente como piezas de un rompecabezas para formar el cuadro de la
pesadumbre.
Con una ilustración extrema
trataremos de aclarar lo que se entiende por aprendizaje irregular e indirecto
Un joven excelente planeaba ser pastor. Había completado sus estudios
universitarios con un promedio altísimo y estaba a punto de terminar su
educación en el seminario. Vino un día y me dijo:”Creo que voy a tener
problemas en mi parroquia con los funerales”. Al preguntarle qué le hacía
pensar así me respondió: “Cuando veo un coche fúnebre empiezo a sudar frío.
Tengo miedo de pasar frente a una empresa de pompas fúnebres. Me siento
inquieto cuando la gente menciona la muerte. Se me ocurre que voy a tener
problemas en mi parroquia cuando se trate de funerales o muertes”.
Le pregunté si en alguna oportunidad
había tenido una experiencia desagradable en relación con la muerte. Me
respondió que nunca había asistido a un funeral y por lo que él recordaba nunca
había tenido nada que ver con la muerte. A continuación le pregunté si su madre
vivía a lo que respondió afirmativamente. Cuando le interrogué acerca de su
padre, comentó de una manera casual que no lo recordaba, pues había muerto
cuando él tenía dos años de edad. Al preguntarle cómo había muerto su padre me
dijo que no sabía pues su madre nunca se lo había contado.
Este es un caso de un hijo único de
madre viuda para quién la muerte del esposo y padre tiene que haber sido un
hecho trágico. Y sin embargo, ese tema nunca se trató. Es fácil imaginar todo
lo que habrá pasado por la mente de ese niño al jugar con otros niños que
hablaban de sus padres y que le preguntaban por el de él. Con toda seguridad
que la muerte de su padre llenó sus primeros años de una difusa ansiedad que
afectó casi todos sus pensamientos y sus actos. Y no estaba preparado para
hacerle frente porque su madre trató de protegerlo contra el sufrimiento.
Aceptó mi sugerencia de ir a su casa
y hablar cara a cara con su madre de todo el asunto. Al volver me dijo que
había sido una experiencia maravillosa y que había despertado a la realidad de
que sólo ahora conocía verdaderamente a su madre. Se quedaron levantados toda
la noche hablando y las barreras de restricciones y represiones levantadas a lo
largo de los años se vinieron abajo como un castillo de naipes. ¡Al fin se
encontraron estas dos personas que tanto se necesitaban mutuamente! Y pasado un
tiempo este joven descubrió que su temor y ansiedad sobre la muerte y los
funerales disminuían gradualmente hasta desaparecer por completo.
Este muchacho no había podido
satisfacer sus requerimientos emocionales debido a una errónea idea de protección de la madre. El silencio no
protege contra las agrias realidades de la existencia. La mejor protección está
dada por la oportunidad que se brinde de activar la capacidad necesaria para
hacer frente a las experiencias de la vida, aún las más dolorosas. Lo que pudo
haber sido un verdadero riesgo para su vocación se solucionó en el preciso
instante en que fue capaz de analizar su propia vida y completar, aunque
tardíamente, “la educación inconclusa” de su niñez.
La mayoría de nosotros hacemos el
aprendizaje sobre la muerte de una manera más natural y a las claras.
Incorporamos la noción de la muerte a todo ese conjunto de cosas que conforman
nuestra vida y gradualmente adquirimos la capacidad para tratar con ella. Sin
embargo, si tuviéramos una conciencia más clara de nuestras necesidades
emocionales, estaríamos en una posición más ventajosa para hacerle frente con
buen criterio.
Tres aspectos de primerísima
importancia se ponen de manifiesto cuando en una crisis tratamos de entender y
hacer frente a nuestras necesidades emocionales básicas. El primero es la
necesidad de enfrentar la realidad cara a cara. El segundo es la necesidad de
admitir nuestros sentimientos. El tercero es la necesidad de aceptar ayuda
durante nuestro desahogo.
Una de las defensas tras la cual nos
refugiamos casi siempre es la de negar la realidad del dolor. Como consecuencia
de un dolor físico nos desmayamos y perdemos conciencia del dolor. Cuando nos
afecta un dolor emocional disponemos nuestros recursos mentales y emocionales
de manera tal que logramos negar ese dolor. Toda vez que hablamos con personas
que han recibido noticias espantosas, no dicen casi siempre:”No lo puedo creer”
o “No puede ser”. Es la negación en acción. A veces se niegan a asistir al
funeral o a ver el cadáver porque “prefiero recordarlo cómo fue”. Nuevamente la
negación en acción porque el hecho real es que ya dejó de ser lo que fue. Ahora
está muerto y esa, y no otra, es la nueva realidad que debe enfrentar.
Los especialistas en el tratamiento
de la pesadumbre aseguran que es esencial romper las barreras de la negación y
aceptar abiertamente la dolorosa realidad, pues sólo entonces se estará en
condiciones de iniciar el saludable tratamiento que consiste en dar rienda
suelta a las emociones y recuperar el equilibrio perdido.
Podemos conocer el significado de
ciertas palabras intelectualmente, pero rechazar su significado emocional. Por
ejemplo el cirujano entra en la sala de espera del hospital y nos dice:” Lo siento,
pero debo informarle que su madre no sobrevivió a la operación. Tuvo un paro
cardíaco y murió a pesar de efectuarle un intensivo tratamiento de emergencia”.
Intelectualmente conocemos el significado de todas esas palabras.
Sabemos lo que quieren decir
separadamente y en conjunto. Pero aceptar emocionalmente su significado total y
el impacto que producirá en nuestras vidas, ese es otro cantar. Lograr la
armonía entre nuestro ser y todos los factores que jugaron en la emergencia
lleva tiempo y necesita un lento proceso de adaptación.
Y esto nos lleva, en forma natural, a la
segunda de nuestras necesidades emocionales, que es la de admitir nuestros más
profundos sentimientos. Se nos ha hecho creer que negar nuestros sentimientos
es cosa de valientes. “Los muchachos corajudos no lloran”. “Sé buenita y déjate
de llorar”. Pero hay ocasiones en que llorar es lo saludable y sensato. El
llorar hace las veces de válvula de escape a las tensiones emocionales y
facilita nuestra labor de enfrentar la realidad con toda franqueza. No es útil,
por lo general, ingerir fuertes dosis de sedantes para anular nuestros
sentimientos, porque con ellos no los eliminamos, sólo los posponemos. Y
generalmente se posponen para un tiempo y lugar menos aceptable y apropiado
como lo es el instante de la confrontación inicial con el acontecimiento
desencadenante de la emoción.
Estaremos pisando tierra firme si
recordamos que es aconsejable ser benévolos para con nuestros propios
sentimientos y amables para con los sentimientos ajenos. En razón de que las
emociones conforman una parte especialmente importante de nuestro apesadumbrado
yo, requieren un trato preferencial en los momentos en que están más expuestos
y alterados. Y si tenemos conciencia de que lo anterior cabe también para con
los otros, nos será más fácil comprender algunas de las insólitas expresiones
emocionales que ocurren en tales ocasiones.
Aparte de hacer frente a la realidad
y de admitir los sentimientos, es importante comprender que la ayuda nos puede
venir de la mano de otros. Y es
razonable aceptar esa ayuda en el entendimiento de que comentando nuestros
sentimientos con personas que se hagan
cargo de la situación, logramos una importante confirmación de realidad
y un respiro a nuestras emociones.
De ninguna manera sostenemos que
otros pueden tomar el lugar del que murió. No se trata de eso. Pero rodearnos
de aquellos que nos quieren y están preocupados por lo que nos ha sucedido, es útil como recordatorio obligado que la vida continúa, que somos
parte de ella, que no estamos solos y que contaremos con el amor y el apoyo
necesarios.
La
pesadumbre es una emoción compleja que varía de persona a persona, porque es el
resultado de las innumerables facetas que conforman la vida de la persona
apesadumbrada. Si la tratamos con el respeto y la consideración que se merece
en tanto anverso del amor, estaremos en condiciones de asimilarla con mayor
franqueza y mirarla de frente cuando llega la muerte.
Tendremos una mejor
predisposición para aceptar las renovadas expresiones que los otros nos
ofrezcan. Geoffrey Gorer, el antropólogo inglés, ha señalado que dependemos más
emocionalmente de otros en los momentos de tristeza aguda que en cualquier otro momento de
nuestra vida a excepción de la infancia. Si reconocemos la necesidad, estamos
en una mejor posición para aceptar y apreciar la ayuda que se nos brinda. Y,
además, cuando hemos recibido ayuda durante una crisis emocional, podemos
entender mejor la importancia de ayudar a otros durante las crisis que soportan
en sus vidas.
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