CONVERSACIONES SEDUCTIVAS

EJERCER EL AUTOCONTROL PARENTAL

Imponer a un chico metas irreales o inapropiadas puede tener consecuencias fatales. El peligro es especialmente grande cuando los padres tratan de imponer al hijo sus propias metas. Los efectos potencialmente desastrosos de no considerar las necesidades y el temperamento del niño quedan de manifiesto en la siguiente columna publicada en el San Francisco Chronicle (20 de agosto de 1986):


Los peligros de jugar para los “viejos”
por Chris Dufresne

Hace unas semanas, en Huntington Beach, un padre en colerizado bajó corriendo de la tribuna, durante un partido de béisbol de la Confederación de Menores, y supuestamente derribó al árbitro de 16 años a causa de una jugada mal cobrada.
Recientemente, en El Centro, se cancelaron los últimos ocho partidos de la temporada de la Confederación de Menores después de que otro “adulto” bajó a la cancha y amenazó al árbitro con un cuchillo.
Los jugadores en cuestión aquí eran niños de ocho años. Uno oye historias como éstas y se da cuenta de que, en realidad, nunca cambia nada, que con demasiada frecuencia los chicos siguen jugando sus partidos por los adultos. Su cedía así hace veinte años y tal vez era del mismo modo cuarenta años antes.
Todos conocemos algún chico de la Liga de Menores que juega con un ojo en la pelota y otro en las tribunas. Hemos oído anécdotas de hijos que apuestan con sus padres. Todos sentimos una puntada en el estómago cuando las bases estaban muy ocupadas y nosotros teníamos el bate.
Un partido puede convertirse en algo muy grave para un chico, sobre todo para los que, en primer lugar, no tienen ganas de estar ahí.
Cada vez que oigo historias sobre padres, hijos y deportes, no puedo evitar pensar en un chico que se llamaba Harold.
Harold era uno de mis compañeros en el equipo de menores del Pop Warner, al norte de Orange County. Teníamos unos trece años. Yo no lo conocía bien, pero sí sabía que el fútbol no le interesaba mucho.
Yo no conocía a sus padres y no podía cuestionar sus razones. No sé por qué —si lo hacían— llevaban al hijo todos los días en el auto hasta el campo de prácticas. A esa edad, con el pelo rojo y unas piernas que parecían escarba dientes, yo tenía mis propios problemas.
Lo que más recuerdo de Harold es su cara bañada en llanto. Lloraba casi todos los días.
Harold era un auténtico patadura. El uniforme le que daba grandísimo y solía tropezarse con alguna parte de él. Cuando corría en el precalentamiento, Harold lloraba. Cuando nos revolcábamos por la tierra en el campo de prácticas, Harold lloraba. Cuando alguien le hacía un “tackle”, Harold lloraba todavía más.
Nosotros, por supuesto, lo tratábamos con todo el tacto Propio de esa edad. Le pegábamos, lo empujábamos de un lado a otro. Era un blanco fácil y, por malo que uno fuera en puntería, a Harold le daba siempre.
Cuando Harold lloraba, nosotros nos reíamos. Con sabiduría colectiva le recordábamos todos los días que llorar era para los bebés, no para chicos tan cerca de la pubertad.
Un día, todo eso cambió.
En el fútbol estadounidense hay una maniobra de “tackle” en la que dos jugadores se echan en el suelo, sobre la espalda, a unos diez metros el uno del otro. Uno de ellos sostiene la pelota. Cuando suena el silbato, los jugadores se levantan de un salto y corren el uno hacia el otro como dos locomotoras en la misma vía.
Ese día, los jugadores eran Harold y otro chico, Jim. Tomaron sus lugares en el suelo. Harold sostenía la pelota contra el estómago. El silbato sonó y Harold corrió en dirección a Jim.
Jim lo golpeó con fuerza casco contra casco. Todos gritamos.
Harold no gritó. Por supuesto, lloró. Nuestro entrenador le ordenó que se levantara y le dio unas palmadas para sacudirle las telarañas de la cabeza.
Harold dio dos pasos y cayó al piso.
El entrenador lo levantó en los brazos, pero Harold no se movía. Tenía los ojos muy abiertos, pero no parpadeaba.
Yo nunca había visto morir a alguien. Se nos ordenó que nos pusiéramos a trotar alrededor de la cancha, sólo para que dejáramos de mirar. Nos pareció que corrimos duran te horas y horas, hasta que al fin se llevaron a Harold al hospital.
Al día siguiente alguien nos explicó que en el cerebro de Harold se había formado un coágulo, y que el golpe en la cabeza le había resultado fatal.
Jim no llegó a escuchar eso; no estaba allí.
El equipo se reunió y, por alguna razón, votamos para seguir jugando hasta el final de la temporada. Algunas de nuestras madres nos rogaron que nos retiráramos, pero el único que lo hizo fue Jim.
Fuimos al entierro y proseguimos nuestras vidas, pero la mayoría de nosotros no olvidará nunca lo que ocurrió ese día.
Yo espero recordarlo el tiempo suficiente para contárselo a mi hijo. Hace poco, pasé con el auto por aquel campo de prácticas de mi infancia y contemplé a un chico que ocupaba el lugar que antes ocupara Harold. Me pregunté si realmente querría estar allí.
A veces pienso en Harold y me pregunto qué podría haber sido de él. Podría haber llegado a ser un buen abogado o un contador. Acaso un científico espacial.
Todos sabíamos que no podía jugar al fútbol. Y él nunca dijo lo contrario.

Los padres son responsables de la formación del carácter y los valores de su hijo, y son responsables de brindarles un hogar que aliente el desarrollo de las habilidades potenciales del niño. Pese a estas responsabilidades, los padres no tienen el derecho de obligar al hijo a hacer algo para lo que no tiene aptitudes porque esa imagen colma sus propias fantasías. Aquellos que, por sus propias necesidades psicológicas, tratan de coaccionar a su hijo de modo que acepte un plan de vida que no va de acuerdo con el temperamento o las aptitudes del niño se embarcan en un viaje peligroso. ¡No todos los niños nacieron para el campo de deportes, ni todas las niñas para las clases de ballet!
Debe hacerse una distinción importante entre empujar implacablemente a un niño para que se convierta en un físico, un ingeniero o un jugador de fútbol, y alentarlo para que defina metas prácticas como obtener calificaciones decentes, asistir a la universidad o aprender algo por lo que siente vocación. Todos los chicos deben aprender que se requiere cierta cantidad de energía y esfuerzo para ir del punto A al punto B, y que esa energía y ese esfuerzo deben generarse intencionalmente y enfocarse con cuidado. No obstante, la responsabilidad de ayudar a un chico a apreciar la causa y el efecto no justifica que se lo coaccione para que haga algo que no concuerda con sus talentos, deseos o personalidad.

COMO ACTUAR ANTE LA RESISTENCIA

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