La mayoría de las personas da por sentados los recursos de su cerebro. El electricista entrenado, confiado, competente no alberga grandes dudas acerca de su capacidad para instalar un nuevo circuito, y el cirujano entrenado, con fiado, competente, no alberga grandes dudas acerca de su capacidad para realizar la gastrectomía que eliminará la úlcera de un paciente.
Sólo cuando nuestro cerebro no funciona de la manera adecuada comenzamos a apreciar lo bien que nos sirve. A veces el desperfecto surge a causa de condiciones temporarias, como la somnolencia o la depresión. También existen causas más serias que obstaculizan la resolución de problemas: una inteligencia pobre, un bajo nivel de aptitud o habilidades deficientes. Por ejemplo, puede resultarnos penoso - resolver una complicada ecuación algebraica, comprender las instrucciones para instalar una computadora o entender el simbolismo de un hermoso poema. Cuando chocamos contra estas barreras nos percatamos más agudamente de nuestras limitaciones.
A lo largo de un día típico, el niño se ve enfrentado a innumerables problemas, de mayor y menor grado, que de be resolver. ¿Puede reunir los compañeros suficientes para jugar un partido de fútbol después del horario escolar? ¿Puede convencer a sus padres de que le permitan quedarse a dormir en la casa de su amiguita? ¿Puede encontrar a alguien que le preste los apuntes de la clase de biología de ayer? ¿Puede lograr mejorar sus calificaciones en historia? De un modo u otro, al fin el niño encuentra soluciones a la mayo ría de sus problemas. No obstante, la calidad de estas soluciones puede variar de modo significativo y se vincula di rectamente con la calidad de la habilidad para pensar con listeza.
La capacidad de analizar y solucionar problemas siempre ha sido esencial para la supervivencia. En épocas prehistóricas, los padres se dieron cuenta de que, para que sus hijos sobrevivieran, ellos tendrían que enseñarles cómo emplear una piedra a modo de arma para matar predadores y presas. El contenido de estas lecciones era elemental: “Mírame, hijo. Tú te quedas aquí, al resguardo de esta roca, mientras arrojas esta piedra a un tigre dientes de sable o un mamut. Si no lo matas, ¡corre!”
A través de los tiempos, los padres siguieron enseñando a sus hijos a sobrevivir en un mundo que puede ser muy cruel con aquellos que no funcionan de la manera adecuada. Les enseñaron a plantar y cultivar la tierra, a coser, ordeñar vacas, domar y montar caballos, construir casas y hacer sumas y restas. Mediante la palabra y el hecho, los padres también sirvieron de ejemplo para que sus hijos supieran cómo responder en las situaciones sociales, negociar, defenderse y emitir juicios éticos y morales.
El papel clásico de padre/maestro es una de las tradiciones perdurables de la sociedad civilizada. Los padres han actuado siempre como los maestros primeros de sus hijos. Sólo en los últimos doscientos años las escuelas han asumido gran parte de la responsabilidad de adiestrar las mentes de los niños y enseñarles las habilidades de supervivencia. Pese a que la sociedad moderna asigna a los maestros la tarea de cultivar formalmente el potencial intelectual de los niños, buena parte de la labranza y la fertilización deben hacerse en el hogar. Lamentablemente, este proceso de cultivo intelectual con base en la familia no siempre tiene lugar.
Nuestra sociedad ha sufrido intensos cambios en los últimos veinticinco años. El divorcio es una epidemia. En muchas familias ambos padres salen a ganar el sustento. Los niños que quedan a cargo del personal doméstico o que permanecen todo el día solo en la casa, librado a su propia voluntad, se han convertido en la regla más que en la excepción. La televisión y los videos consumen cada vez más el tiempo de nuestros hijos.
La transición de una sociedad conformada primordialmente por un conjunto de familias estrechamente relacionadas, hacia otra sociedad, crecientemente conformada por familias fragmentadas, ha cobrado su precio. Muchos padres tienen menos tiempo e inclinación para servir de mentores a sus hijos. La tradición de conversar los sucesos del día alrededor de la mesa de la cena y de leer cuentos a la hora de acostarse ha sido reemplazada por la tradición de mirar televisión. El tiempo que antes se dedicaba a actividades compartidas ahora se consagra a menudo a ocupaciones personales o entretenimientos masivos. Preocupados con sus propias vidas, aspiraciones y problemas, muchos padres han abandonado la costumbre de compartir sus conocimientos y enseñar sus habilidades a sus hijos. Desde luego, los labra dores saben que un suelo pobremente cultivado produce cosechas exiguas. No obstante, la aplicación de este axioma básico de causa y efecto a la familia nuclear se ha desatendido en gran medida.
La evolución de la sociedad del siglo XX creó una nueva gama de desafíos que exigen un espectro único de habilidades. Para que un niño triunfe en un mundo crecientemente tecnológico, es menester que sea capaz de solucionar problemas mucho más complejos que los que debieron enfrentar sus padres. Los niños tienen que saber usar computado ras, analizar datos complicados, desarrollar e implementar programas de alta complejidad, manejar personas y máquinas, negociar y vender equipos y servicios sumamente técnicos. Los niños que no adquieran estas habilidades y no desarrollen sus recursos intelectuales se hallan en peligro de que darse en un nivel inferior.
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