Los niños también sienten
Esa comunidad que tonifica
constituye para nosotros, sin duda, un fuerte punto de apoyo. Pero también
nosotros, como parte de esa comunidad, estamos obligados a prestar ayuda a los
que nos rodean. Y esto es cierto referido principalmente a los niños.
Muchas
veces pensamos que los niños son demasiados pequeños para entender el
significado de la muerte. Creemos que la pesadumbre es patrimonio exclusivo de
los adultos. Es así como cuando hay una muerte, descuidamos a los niños. Sin
embargo, pocas son las crisis que impactan a los niños tanto como la muerte. A
los niños les queda una larga vida por delante, y todo lo que hagamos para suavizar
su camino redundará en su beneficio haciéndolos felices y librándolos de
tensiones en los años por venir.
Y en razón de que la experiencia de
los niños es limitada debido a la edad, nos inclinamos a minimizar su capacidad
de sentir hondamente la aflicción... Por
supuesto que la naturaleza del dolor del niño será distinta a la del adulto.
Pero su intensidad no le va en zaga, y la forma de expresarse llama la atención
de las personas que lo rodean. Hasta parecería que el niño no está triste en lo
más mínimo. Y en algunos casos su comportamiento deja mucho que desear. Sin
embargo, si observamos cuidadosamente cómo es la vida emocional de un niño y su
desarrollo, entenderemos mejor su actitud. Sólo entonces estaremos en
condiciones de ayudar al niño en la ardua tarea de recuperación por la pérdida
sufrida.
Además, la respuesta del niño ante
la pérdida varía de acuerdo con su edad. A mayor edad será mayor su formación y
mayor el número de facetas de su personalidad que se ven afectadas por la
pérdida.
Comencemos por el niño de corta
edad. Muchas personas me han dicho: “Pero es demasiado chico para comprender”.
A eso yo siempre he respondido: “Pero no
es demasiado chico para sentir.”
Los sentimientos juegan un papel
preponderante en la vida del chico pequeñito, puesto que carece de idioma
durante los dos o tres primeros años de su vida. Pero toda persona que haya
tenido niños en su casa, sabe bien cómo lograr comunicarse sin palabras.
También sin palabras, muchas cosas le son comunicadas al niño. El niño vive por
sentimientos, y de ahí que sea muy sensible al sentimiento de los que lo
rodean. Percibe cualquier variación importante en las disposiciones de ánimo o
en las actitudes de las personas del círculo al que pertenece. Tan exquisita es
su sensibilidad, que la atmósfera emocional que lo rodea lo afecta a tal punto
que puede llegar a enfermarlo. Es muy poco lo que recordamos de nuestra vida
antes de los tres años de edad. Si algún recuerdo nos queda de entonces, casi
seguro que se refiere a un suceso emocional que nos entristeció o nos alegró en
grado sumo. La memoria consciente no se remonta más allá del momento en que
comenzamos a adquirir el idioma hablado, pero la memoria inconsciente o
preconsciente data del comienzo de nuestra vida.
Todo lo que nos ha sucedido
está almacenado en nuestra mente. Tiene su significación emocional, aún cuando
no recordemos los acontecimientos que originaron el sentimiento adquirido. Un
niño de corta edad que sufre las alternativas de una pérdida o de un cambio, no
las tiene todas consigo y siente que su seguridad se ve amenazada. Y lo
demuestra así por cambios de su actitud. No quiere comer o no quiere jugar. Se
muestra inquieto o trastornado. No entiende, claro está, qué es la muerte, ya
que carece de la noción del tiempo y del espacio. Pero sí siente la ausencia,
en su vida, de una persona que ha sido cálida, amorosa y que ha estado unida a
él de manera constante.
Para ayudar a un niño a sobrellevar
su pena, es importante darle las cosas que más añora. Necesita de una abundante
dosis de tierno amor, de cariño, de calor emocional, de atención afectiva. En
otras palabras, el vacío dejado por la pérdida tiene que ser llenado con el
mejor sustituto emocional posible.
Cuando el niño es un poco mayor,
entre los cuatro y los siete años de edad, ya puede hablar de lo que siente.
Pero el enfoque de su conversación- o sus formas de reacción- queda reducido al
limitado confín de su escasa experiencia. Hasta esa edad ha desplegado
habilidad en el uso de su cuerpo. Puede
correr y jugar. Sus intereses se centralizan en él mismo, en su cuerpo y cómo
funciona. También se muestra interesado en el cuerpo de los demás, en cómo
funcionan, cómo sienten y porqué hacen lo que hacen. Así que cuando despiertan
a esta nueva experiencia que es la muerte, naturalmente trata de enfocar el
problema desde el punto de vista de sus preocupaciones biológicas.
Nos puede formular preguntas
concernientes a la muerte de una manera simple, directa y a veces
desconcertantemente brusca, que en general se refieren a los aspectos físicos
del suceso. Querrá saber qué van a hacer con el cuerpo. A veces pide que lo
dejen ver el cadáver. Preguntará por qué tiene los ojos cerrados. O qué pasa
con las funciones fisiológicas. Con todo esto el niño trata de comprender la
diferencia biológica que hay entre la vida y la muerte. Procura descubrir cómo
se siente cuando se está muerto. Es importante que los adultos que rodean al niño contesten estas preguntas de
manera simple y concisa y en la medida en que son formuladas. No hay que
adelantar información más allá de lo que el niño pregunta, porque percibirá
nuestra ansiedad.
Y rechazar la pregunta por inapropiada sería cerrar las vías
de comunicación y rodear al tema de una nube de misterio y de angustia
totalmente desaconsejable. Y es importantísimo saber que detrás de su
curiosidad se esconde la misma necesidad de calor y buena acogida que tendría
un niño más pequeño. Aceptar sus preguntas y reconocer como legítima su
curiosidad, significa, para el niño, que lo aceptemos a él- y esto es
importante- porque él se muestra extraordinariamente sensible ante cualquier
rechazo de que sea objeto, en esos momentos de dolor.
El niño de ocho a once años de edad
entra a un nuevo mundo de relaciones sociales. Va a la escuela, esa comunidad
que no es el hogar. Es un ente social. Comienza a comparar las actitudes de su
familia con las de otras que se mueven en esa comunidad ampliada. Cuando la
muerte entra en su vida, no será suficiente contar con el calor de las personas
que lo aman y con las respuestas a sus inquietudes biológicas, sino que
necesitará del conocimiento suficiente para habérselas con el significado
social de la muerte.
No es difícil detectar, a través de
sus preguntas, este interés ampliado a un ámbito mayor. Cuando el padre de
Juancito, por ejemplo, muere en un accidente, nos puede preguntar:” ¿Quién
cuidará de Juancito ahora?” Es una preocupación social. A continuación el niño
puede formular preguntas concernientes a su propia seguridad. Es fácil imaginar
cómo discurre la mente de un niño cuando nos pregunta:” ¿Yo tendría que ir a un
orfanato, papá, si tú murieras?”. En tanto sea razonablemente posible, conviene
tranquilizar al niño. Podríamos responderle así, por ejemplo:”Esperamos vivir
por mucho tiempo, todavía. Y queremos disfrutar de nuestros nietos, los hijos
de ustedes.” Y aún en los casos en que, como ya dijimos, exprese su
preocupación social, el niño necesita que seamos con él cariñosos,
comprensibles, pacientes y que simpaticemos con sus inquietudes.
El niño mayorcito tiene un concepto
más claro sobre el tempo y el espacio, y por lo tanto una idea formada sobre el
significado de la muerte en cuanto a que el truncamiento de lo físico es
irreversible. Se lo ve cavilando melancólicamente, y si se le pregunta en qué
está pensando, suele contestar con otra pregunta:” ¿Cómo será estar muerto?”.
En realidad, nos está diciendo que trata de entender el significado del ser y
del no ser. Esto nos da la oportunidad para un buen consejo práctico. Le
podemos explicar, por ejemplo, que conocemos mucho de la vida, y que una
existencia cuidadosa puede evitar muchos de los accidentes que matan. De esa
manera la aprehensión a la muerte puede ser útil para salvaguardar la vida y
estimular acciones responsables con respecto a otros y en relación a nosotros
mismos.
Los adolescentes se mueven otras
actitudes e intereses. A esta edad el jovencito está tratando de descubrir. Más
que nada, el significado de su propia vida. Tiene la tendencia a ser
filosófico, a su manera, y analítico con respecto a su vida. Es consciente de
los rápidos y significativos cambios físicos y emocionales que se están
operando en su persona. Ya es capaz de imaginar y expresar ideas abstractas. Y
le preocupa la magnitud de los problemas que acompañan al adquirir conciencia de
sí mismo. Paralelamente su vida social está configurada por la preocupación de
lo que piensan y hacen los componentes del grupo al cual pertenecen. Mientras
que por un lado tiene una gran capacidad para elaborar pensamientos racionales,
por el otro lado tiene la tendencia a comportarse irracionalmente.
La caracterología típica de este
período de rápido crecimiento deja su impronta en el adolescente sobre sus
pensamientos y sentimientos con respecto a la muerte. La forma en que dará
curso a sus sentimientos estará en relación directa con la franqueza con que le
hablaron en el pasado sobre el tema.
La muerte para el adolescente, puede
significar un severo trauma y una amenaza. La muerte de uno de sus padres puede
producirle un complejo de culpabilidad que lo lleva a retraerse para luchar
solo contra los misterios de la vida, de la muerte y del remordimiento. A veces
siente una imperiosa necesidad de hablar con nosotros de sus problemas, pero no
sabe cómo empezar, o piensa que a nosotros nos parecerá que no es un tema
apropiado. De esa manera se pasa las horas ensimismado en sus pensamientos. De
sus meditaciones puede salir robustecido en su carácter, tanto en
discernimiento como en percepción, o cavarse una fosa de depresión y hundirse
en ella. Nos parece útil señalar, a esta altura, que algunas de las más famosas
poesías sobre la muerte la escribieron adolescentes: Bryant, Millay, Schubert, por citar a algunos.
Hoy en día muchos adolescentes
acceden a la muerte por medio del suicidio. Tan grande como su capacidad para
las especulaciones filosóficas, lo es su necesidad de apoyo emocional, de
respuestas adecuadas y de una tierna y bondadosa comprensión de su problema
durante este tenso período de readaptación. La vida del adolescente se compone
de una rara mezcla de idealismo, egoísmo y comportamiento equívoco. Aún ese
proceder errado debe ser analizado conjuntamente con el adolescente para
comprender su alcance, puesto que todo comportamiento traduce una intención.
Un matrimonio, preocupado porque su
hijo, un adolescente, había tomado a la tremenda la muerte por accidente de su
mejor amigo, me pidió que hablara con el muchacho. Lo encontré parado en la
escollera, cera del puerto. Tenía en sus manos un puñado de billetes ganados trabajando fuera del horario de clases.
Cabizbajo y meditabundo arrojó al agua uno de los billetes y se quedó mirando
cómo la corriente lo llevaba flotando en dirección de la bahía. Luego arrojó
otro billete y también se quedó contemplándolo hasta que desapareció.
Mi
primera reacción fue la de interrumpir ese comportamiento irracional. Pero
pensándolo dos veces, traté de comprenderlo. Le pregunté:” ¿Sabes porqué estás
haciendo eso?” Por un momento no
contestó, pero luego, mirándome me dijo:”Nada tiene valor. Todo flota en el
vaivén de la vida. Tarde o temprano la muerte se lleva todas las cosas. El
dinero no vale nada. Y usted lo sabe también, si es honesto consigo mismo.”
Efectivamente, estaba traduciendo en
acción los dictados de su pesadumbre. Sabía, instintivamente, que una pena
profunda se exterioriza, esencialmente, por la capacidad de despojarse de todo
aquello que no se puede retener. La suya era una acción aparentemente
irracional pero básicamente atendible. Cuando la muerte entra en escena
gastamos el dinero simbólicamente. Lo damos o lo gastamos en función de demandas emocionales.
Al
arrojar al agua el dinero, el muchacho estaba exteriorizando en acción su
convencimiento íntimo de que nada- especialmente las cosas materiales- tiene
importancia en presencia de la muerte. Por lo que yo sé de esa familia, nunca
repitió lo que hizo esa primera vez. Pero en aquel momento fue para él un acto
simbólico de gran importancia. También fue importante en cuanto comprendió por
qué lo hizo. Si yo le hubiera echado en cara el acto de tirar así el dinero,
habría sido peor el remedio que la enfermedad, aparte de que hubiera
significado no haber entendido el problema de ese jovencito. En cambio, el
reconocerlo como un comportamiento significativo y simbólico posibilitó
compartir una dura y traumatizante experiencia. Y marcó un hito en el
desarrollo de su personalidad.
Hay tres o cuatros reglas muy
simples, cuyo conocimiento nos sirve para tratar con niños que han sufrido la
experiencia de la muerte en sus vidas.
Nunca hay que engañar a un niño. No
es fácil hacerlo, de cualquier manera, porque los niños cuentan con detectores
de mentiras afinados para captar los semitonos
emocionales de lo que se dice. A veces no detectan los detalles del
engaño, pero intuyen, más que oyen, ese imperceptible tono de fraude en lo que
se le dice. Mentirles en esos momentos
de crisis, resulta doblemente peligroso, ya que no solamente se les
priva de las respuestas que necesitan para habérselas abierta y honestamente
con las realidades de la vida, sino que, además, se sentirán inhibidos de
recurrir a quienes normalmente hubieran acudido en busca de apoyo.
No hay que contestar más de lo que
se pregunta. El hacerlo revela ansiedad. Y si no es bueno provocar ansiedad a
un niño en ninguna ocasión, menos debemos hacerlo en momentos de una grave
crisis emocional.
Cuando se produce la muerte, es
conveniente que los niños participen activamente de la vida familiar. Los niños
participan en la medida en que comprenden lo que está sucediendo. Las exequias
constituyen un importante acontecimiento familiar, y mas niños se sienten
menoscabados por haber sido excluidos que por habérseles permitido participar
activamente de las mismas.
Nunca obliguemos a un niño a
realizar lo que no tiene ganas de hacer. Muchos niños sufren la secuela de severas
lesiones emocionales, por habérseles insistido en darle “el beso del adiós” a
la abuela. Esta exigencia es brutal y totalmente inexcusable.
Tratando al niño con paciencia y
comprendiendo sus necesidades más acuciantes, descubrimos que al mismo tiempo
se nos abre un nuevo panorama que nos permite contemplar la muerte con aplomo y
bajo una nueva dimensión. Es frecuente que los niños ayuden a los adultos al
mismo tiempo que los adultos están tratando de ayudar al niño. Compartiendo
nuestros pensamientos y sentimientos con ellos, sensibles a sus necesidades,
facilitamos la elaboración del duelo en su rol de elemento restaurador.
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