La experiencia universal
Todo el mundo sabe que la muerte es
inevitable. Pero el hecho de saberlo no basta para garantizar que estaremos
preparados para la experiencia cuando
llegue el momento. En cierta medida la muerte es el único acontecimiento para
el cuál jamás podremos estar preparados del todo. Si tratáramos de imaginar por
anticipado nuestra propia muerte o la de algún ser querido, nuestra imaginación
sería incapaz de absorber su tremendo impacto.
Parte de la dificultad radica en que
nunca se producen dos muertes iguales. La experiencia de la muerte varía de
acuerdo con la forma en que se produce y a la persona que la sufre. La muerte
puede asaltarnos súbitamente y sin previo aviso. O se nos viene arrastrando a
hurtadillas, insidiosamente. A veces llega como un amigo largamente esperado
tras un período de prolongado de intolerable sufrimiento. Nuestras reacciones
dependerán, en gran medida, de la forma en que la muerte se presente.
Asimismo la muerte afecta de distinta
manera a diferentes personas. Cada uno de nosotros enfrentará a la muerte de
una manera particular de acuerdo con su propia personalidad. La diferencia de
nuestra idiosincrasia se evidencian en la forma disímil de reaccionar frente a
la muerte. Pero pueden anotarse algunas reacciones que son comunes a todos y
que nos ayudarán a comprender esa experiencia.
Cuando un ser querido muere, de
repente y de manera trágica, lo habitual es que nos sintamos abrumados por el
sacudón de la angustia. En un primer momento nuestro dolor puede traducirse en
reacciones físicas. Sentimos un nudo en la garganta y nos cuesta tragar o
hablar, a lo que se añaden altibajos de un malestar generalizado en todo el
cuerpo, por períodos que van de algunos minutos a varias horas. No es fácil
describir ese malestar, porque no es un dolor agudo localizado en un lugar
determinado. Se trata más bien de una vaga sensación de padecimiento que
percibimos en todo el cuerpo pero en ningún lugar en particular.
A veces esas reacciones físicas se
manifiestan por espasmos y dificultades respiratorias que se alivian con
suspiros esporádicos profundos. Otras veces acusamos una sensación moderada de
náuseas y de vacío en la boca del estómago.
También podemos sentirnos débiles y
abatidos. Pareciera que nuestros músculos han perdido sus fuerzas. Nuestros
brazos pesan y nos tambaleamos al andar. En realidad hay una clara del control
muscular provocada por una fuerza extraña que en algunos casos puede llevar al
temblor muscular. A veces sentimos escalofríos seguidos de sudor caliente al
principio y luego frío. Y en ocasiones nuestra reacción toma la forma de un
dolor angustioso como si fuera un dolor de cabeza, pero no como los dolores de
cabeza habituales, ya que es mucho más generalizado.
Estas reacciones físicas ante el
anuncio de una muerte súbita no son anormales. Es la forma en que nuestro
organismo responde ante la conmoción de un cambio que quiebra el esquema de
nuestra vida. Y no es raro que estos síntomas retornen, en mayor o menor grado,
en cualquier momento, especialmente cuando se menciona el nombre de la persona
fallecida.
Pero más allá de los efectos ante
una muerte trágica e intempestiva, están las reacciones mentales y emocionales,
Parecería, por ejemplo, que también la mente pierde el control. Nuestros
pensamientos se nos escapan de las manos. El proceso habitualmente ordenado que
guía nuestro pensamiento es reemplazado por una confusa mezcolanza de ideas que
se suceden desordenadamente, sin ton ni son. Algunas de ellas pueden ser la expresión
de una aguda ansiedad sobre uno mismo y sobre el futuro. Otras pueden revelar
un profundo resentimiento contra la vida, contra Dios y contra las
circunstancias responsables de un golpe tan duro Quizás sintamos una amargura
que afecta nuestras relaciones tanto con otras personas como con nosotros
mismos.
En medio de tanto dolor y confusión,
es posible que lleguemos a creer que en nuestra intensa pena y nuestras locas
ideas hay “algo que anda mal”. A veces se nos ocurre la idea de inventar
sentimientos porque creemos que son más valederos o apropiados de los que
tenemos. Resolvemos hacer y decir cosas porque creemos que eso es lo que los
demás esperan de nosotros.
Durante ese período de sentimientos
tan conflictivos, es saludable comprender que nuestra pérdida es real, que
nuestra pena es real, que nuestras sensaciones forman parte de nuestro ser y
que son los sentimientos legítimos los que necesitan ser sondeados y encarados.
Es perfectamente natural que por
nuestra imaginación vuelen las ideas más incoherentes y que fuertes emociones llenen nuestro
corazón, pues no sólo nuestro cuerpo sino todo nuestro ser se tambalea por el
impacto recibido. Con el tiempo las ideas perturbadoras desaparecen
gradualmente y se reinstala un cuadro mental más racional y lógico. Pero aún en
los momentos de crisis es saludable recordar que media una gran diferencia
entre imaginar un pensamiento y ejecutar una acción. Por lo tanto no debemos sentirnos tan culpables por algunos
de los pensamientos que visitan fugazmente nuestra mente. Reflejan nuestra
angustia y no nuestra verdadera personalidad.
Estos sentimientos desagradables y
sus ideas concomitantes pueden servir a un propósito útil. Se ha denominado a
la tristeza “la enfermedad que se cura sola”. Pero hay que darle una oportunidad,
siendo honestos respecto de nuestros sentimientos. El reprimirlos y evitar toda
circunstancia que sirva de estímulo desencadenante puede, a la larga ser
perjudicial. En cambio es saludable reconocerlos y expresarlos, y cuanto más
pronto mejor. No tenemos porqué avergonzarnos por tener sentimientos hondos.
Son una parte valedera de nuestra personalidad y deben ser respetados por lo
que son, es decir como una respuesta honesta a una crisis en nuestra vida.
La aguda congoja producida por la
muerte intempestiva puede manifestarse también en nuestro comportamiento
social. Según el temperamento de las personas, algunos prefieren estar solos,
sin ver a nadie. Parecería que reclamaran su pena como cosa propia, apretándola
contra con su pecho en solitario infortunio. O pueden reaccionar en forma
diametralmente opuesta, hasta tener miedo de quedar solos, recurriendo a la
gente que los rodea en busca de apoyo. Ambas formas de reaccionar son
perfectamente normales y dependen de la personalidad de cada uno. Recordemos
siempre que a los efectos del futuro de nuestra salud, es mejor admitir y
expresar nuestros sentimientos que negarlos y reprimirlos. Por lo tanto es preferible en esos momentos rodearnos de
gente que comparta nuestros sentimientos y nos ayuden a expresarlos.
Comprobaremos también que a veces resulta más fácil hablar con extraños o con
amistades circunstanciales.
El impacto producido por una muerte
súbita e inesperada, es terriblemente penoso y muy difícil de sobrellevar.
Necesitaremos de toda la ayuda posible; y aún cuando creamos que podremos
prescindir de ella, es beneficioso responder al gesto de los que abren sus
brazos en cariñoso afecto.. Nos están diciendo: “Yo sé cuánto estás sufriendo
en lo más hondo de tu ser. Quisiera ayudarte a sobrellevar tu carga y aliviar
tu dolor. Déjame hacerlo, por favor”. De una manera que no es fácil de
percibir, esta ayuda es eficaz y puede aliviar el dolor.
Aún cuando la
muerte haya sido anticipada con alguna antelación puede asimismo provocar un
sufrimiento agudo. Y mientras más íntima haya sido la relación con el muerto,
más dura se torna la experiencia. Las pérdidas más dolorosas son las que
ocurren en la familia; el padre o el hijo, la hermana o el hermano, el esposo o
la esposa. Cuando la trama de la vida ha sido tejida con hebras compactas, su
desgarramiento es difícil de reparar. Se plantean grandes cambios en las
relaciones sociales y familiares, y hay que adaptarse a una nueva forma de
vida. Aún cuando hayamos velado durante una larga enfermedad o en el lento
deterioro de la vejez, el significado emocional del cambio suele ser mayor de
lo que anticipamos. A menudo escuchamos decir: ” Sabía que iba a morir y creía
estar preparado, pero me ha afectado más de lo que hubiera imaginado”. La
tristeza anticipada suele ser muy diferente de la tristeza que experimentamos
en realidad. Y esto se debe, simplemente que lo irreversible de la muerte
sacude los viejos sistemas de seguridad bajo cuya protección hemos vivido, y
ahora se plantea la tarea de encontrar nuevas formas de seguridad.
Aún cuando hayamos contado con el
tiempo suficiente para adaptarnos a la posibilidad de la muerte, surgen
reacciones emocionales, en el momento de la misma, similares a las producidas
cuando la muerte ha sido súbita o prematura. Y en estos casos también es
importante que aceptemos nuestros sentimientos tal cual se manifiestan, como
parte integrante de nuestro ser. Solamente así podremos dominar la angustia
emocional y reajustar nuestras vidas en forma prudente y equilibrada.
Ocurre a veces, que la muerte llega
como un amigo para liberar a una persona débil de una carga intolerable. Es lo
que ocurre a veces con los viejos y los inválidos. Una persona yace en un
sanatorio con pérdida total de la memoria y múltiples complicaciones físicas.
El tratamiento médico pareciera más un intento de postergar una muerte en
ciernes que salvar una vida útil. La persona que conocimos en sus años
fructíferos ya ha dejado de existir, aún cuando los procesos orgánicos de su
existencia física persistan como un eco distorsionado. Cuando finalmente la
muerte llega en esas circunstancias decimos sencillamente: “Es una bendición.
En realidad había dejado de existir, estrictamente hablando, hace mucho
tiempo”. Luego nos juntamos para recitar una bendición sobre el episodio final
de un proceso que ha ido progresando durante un largo lapso.
Y, sin embargo, a pesar de reconocer
la naturaleza amistosa de esa muerte, nos embarga de otra forma de tristeza, la
silenciosa pesadumbre de saber que las cosas no serán nunca iguales que antes.
Y despertamos a la serena realidad de que nosotros también somos mortales y
eventualmente habremos de morir. Con la muerte de otro no solamente
vislumbramos nuestra propia muerte, sino que morimos un poco. Porque lo que ha
sucedido en el fondo de nuestro ser, al enfrentar a la muerte, no es otra cosa
que el resquebrajamiento de una prolongación de nuestro yo. El yo que vive en
nosotros está formado por la proyección de ese yo en muchas direcciones. No se
trata solamente de que estamos relacionados con otra gente; en esa medida
vivimos en esa otra gente. Sentimos con ellos y ellos sienten con nosotros. La
más exquisita experiencia de la vida nace de estas relaciones que se proyectan
desde nuestro propio ser a las vidas que nos rodean.
Cuando amamos a alguien, nuestra
vida se enriquece de una manera sorprendente, pero también se ve amenazada
porque nos hacemos vulnerables al sufrimiento a través de la persona de
aquellos que amamos. Sabemos bien cómo sucede esto: si amamos a alguien y algo
bueno le acontece, nos gozamos; si le ocurre algo doloroso, nos duele; si algo
lo destruye, nos sentimos destruidos. Cuando la muerte troncha la vida de
alguien que ha ocupado un lugar prominente en nuestra existencia, acusamos el
dolor de una amputación emocional.. Cuanto más ligada esté nuestra vida a
otros, mayor será nuestra vulnerabilidad.
Esta figura de la amputación
emocional plantea lo que a primera vista constituye un dilema penoso. No
queremos vivir como ermitaños. Muy pobre sería nuestra vida si nos retrajéramos
de las experiencias y relaciones que la llenan de amor, de calor y admiración.
Y sin embargo no queremos provocar un perjuicio irreparable en nuestras vidas
por un dolor que no podemos solucionar. Pero no son estas las únicas
alternativas. Podemos contar con la honda satisfacción de que el amor nos
reconcilia con la vida, y superar la amenaza que la muerte significa para la
vida, porque somos capaces de llorar.
Pudiera creerse que la capacidad de
llorar carece de importancia. Sin embargo, una de las bienaventuranzas dice lo
contrario: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán
consolación”. En la versión de Philips se lee: “Felices aquellos que conocen la
tristeza, porque ellos recibirán valor y consuelo”. Las personas sensatas que cuentan
con recursos espirituales, pueden enfrentar con éxito la amputación emocional
de la muerte y resurgir de la experiencia más sabios y fuertes que antes. ¿Cómo
es posible esto?. Previamente debemos fijar el sentido exacto de los vocablos
que utilizamos: la aflicción implica una pérdida que nos afecta
directamente. :La pesadumbre es la reacción provocada por la pérdida. El
lamento es el proceso mediante el cual se restaura el equilibrio de la
persona que ha sufrido una pérdida. El llanto puede devolver a la
persona la parte de sí misma que aparentemente ha perdido debido a la muerte de
otra.
Un llanto saludable no sólo alivia
el dolor provocado por la pérdida sino que ayuda a recuperar la inversión
emocional hecha sobre la vida de la persona que ha fallecido. En efecto,
debemos reclamar el capital emocional para ser reinvertido donde pueda dar
frutos de vida abundante.
Uno de los misterios de la aflicción
y del llanto es que la persona que ha sido asolada por la pérdida y que piensa
que no puede aguantar un día más, de alguna manera descubre recursos y fuerza
interiores que le permiten con el tiempo volver la mirada atrás y recordar la
experiencia de la muerte como un “dolor olvidado”. Los momentos dichosos serán
recordados, pero la angustia intolerable pasará.
Al analizar la experiencia de la
pérdida procuraremos descubrir la naturaleza íntima de los recursos que nos
posibilitan superar el penoso encuentro con la muerte, y llegar a una vida
consolidada, afianzada y enriquecida.
No resulta fácil este intento, y carecemos de
palabras mágicas para disipar la tristeza. Pero vislumbramos muchos elementos
del pasado que pueden ser útiles para el presente. Las experiencias dolorosas
de los otros nos pueden ayudar a manejar con sabiduría nuestra propia tristeza.
Podemos encontrar ayuda y comprensión entre aquellos que nos rodean, que
soportaron experiencias similares y supieron sobrellevarlas. Podemos
adiestrarnos y desarrollar nuestros recursos interiores. Y para desarrollar
recursos y disciplinas, hace falta un esfuerzo concentrado.
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