Una de las principales funciones de
la religión ha sido, en todos los tiempos, la de ayudar a las personas a mirar
de frente y conocer a fondo el misterio de la muerte. Formando una parte
esencial de casi todas las religiones, están los símbolos y elaboradas teorías
y revelaciones que se refieren a la muerte y a la inmortalidad.
La fe está conformada por tres tipos
de respuesta positiva ante los estímulos de la vida: la creencia que es el
consentimiento intelectual; la convicción que es la respuesta emocional de la
naturaleza interior; su aplicación concreta, que son los hechos basados en la
creencia y en la convicción. La fe, como parte integrante de los valores espirituales del ser humano,
constituye un elemento importante del conjunto de fenómenos que dan origen a
una respuesta positiva del individuo a su propia experiencia de la vida y de la
muerte.
El doctor Ronert
Laidlaw, jefe del Servicio de psiquiatría del Hospital Roosevelt de Nueva York,
afirma que, como resultado de su investigación, comprobó que las personas que
creían en la inmortalidad y tenían fe en la supervivencia del hombre,
respondían mejor al tratamiento psicoterapéutico que aquellos que no creían.
Por supuesto que esto no constituye una
prueba de la inmortalidad, pero sí prueba el papel efectivo que juega esta
forma de fe, en dar un propósito y un sentido a la vida.
En esos momentos en que la vida se
ve sacudida por el formidable cúmulo de evidencias que muestran la mortalidad
física del hombre, la creencia en la inmortalidad espiritual, es de particular
ayuda para afianzar la vida. Tal afirmación intelectual se ve corroborada por
numerosos argumentos. Por ejemplo, algunos sostienen que si Dios es la realidad cósmica, infinita y eterna, violaría su propia naturaleza si
participara en su auto-destrucción, pues al dotar al hombre de conciencia
espiritual, Dios lo hizo sensible a algo que está dentro de su propia
naturaleza, algo que es infinito y eterno.
Cuando Dios hizo al hombre a su
imagen espiritual, garantizó su naturaleza inmortal, pues resulta inconcebible
que Dios quisiera destruirse en su totalidad o en parte. También hay una
creencia ética que sirve de sostén para la premisa básica de la inmortalidad.
No parece lógico que Dios hubiera creado un ser con sensibilidad espiritual
para luego dejarlo varado en un universo indiferente a la más alta expresión de
la creación. Y dado que la sensibilidad espiritual es la forma más elevada de
realización creadora que conocemos, surge como lógico y razonable que no
hubiera sido elegida, justamente ella, para su destrucción.
La ciencia nos
dice que en el reino de lo material, nada se destruye. La energía puede
transformarse en lo que llamamos materia. La materia puede transformarse en
energía. Los cuerpos físicos cambian de estado, pero en la economía de la
naturaleza nada se pierde en el proceso... Si quemamos un trozo de papel, se transforma en humo, cenizas y
energía en forma de calor.
Teóricamente estos elementos podrían reconstruirse en su forma original de papel,
pues nada se pierde, aunque resulte difícil restituirlo a su estado anterior.
Por cambios introducidos en su actividad molecular, el agua puede
transformarse a tal grado que o bien
podamos caminar sobre el hielo o bien, bajo los efectos de una alta temperatura,
se transforme en gas invisible. Nuevos cambios la retrotraen a su estado
anterior y la hacen accesible a nuestra conciencia sensorial. Y si bien es
cierto que no podemos ver al gas invisible nos consta su existencia. Sabemos
bien que ninguna analogía física logra explicar satisfactoriamente la
naturaleza de lo espiritual, pero nos sirve para indicarnos rumbos a seguir en
su exploración.
La ciencia también nos dice que hay
realidades que escapan a nuestra percepción sensorial. Nuestra capacidad visual
está confinada a los colores del espectro, entre el rojo y el violeta. Pero por
la sensación de calor sabemos que hay rayos de menor longitud de onda que se
llaman rayos infrarrojos. Y si dirigimos los rayos enfocándolos sobre ciertos
minerales, descubrimos que hay rayos ultravioletas, cuya longitud de onda
impide que nuestros ojos los puedan ver. Hay realidades que escapan a la
percepción de nuestros sentidos, y de cuya existencia nos enteramos por la
ciencia o por la simple observación de todos los días. Un perro oye sonidos de
una tonalidad que escapan a la sensibilidad de nuestro órgano auditivo, y
detecta olores tenues que a nosotros se nos pasan por alto. Estamos circundados
por realidades que superan la capacidad
de nuestra percepción sensorial. No se nos ocurriría negar esa realidad
en base a nuestras limitaciones físicas.
Tampoco negaríamos la sensibilidad
espiritual simplemente porque hay cosas alojadas más allá de la conciencia de
muchos. Los investigadores de la parapsicología exploran el fenómeno de la
conciencia, que para muchos no es otra cosa que formas de percatarse de algo,
de manera similar a lo que ocurre con la percepción auditiva y olfativa del
perro.
La parapsicología centraliza su investigación
en la actividad mental – sustrayéndola de su envoltura física- en el espacio y
en el tiempo. Bajo condiciones óptimas de laboratorio se ha demostrado que una
parte por lo menos de la conciencia humana puede funcionar excediendo los
límites establecidos por el espacio y el tiempo. Esto indica la capacidad de
poseer lo que podría considerarse una vida independiente extracorpórea de
cierta dimensión.
Durante los últimos años la ciencia
se ha preocupado cada vez más de los fenómenos extrasensoriales. Gran parte de
la investigación está dirigida a la física nuclear, y no tanto a la física
mecánica de Newton. A Newton le interesaba, en primer lugar, la clasificación y
en segundo lugar la individualidad. Accedía a la clasificación por medio de los
sentidos físicos y, por ende, se encontraba limitado al marco tridimensional de
la percepción física. Por ejemplo, Newton observó la caída de una manzana y
postuló la ley de la gravedad, actuando sobre la manzana para explicar esa
caída. La mayoría de nosotros hemos crecido en el estrecho ámbito de un conocimiento
reducido a nuestra percepción sensorial y a una ciencia postulada y limitada
por ella.
Tenemos que dar un giro mental de 180 grados
para comenzar a entender los nuevos puntos de vista científicos. Las teorías
físicas modernas se refieren primordialmente a fenómenos que están fuera del
alcance de nuestra percepción sensorial. Asimismo les preocupan en primer la
individualidad y de manera secundaria la clasificación. La individualidad de la
física nuclear implica dimensiones de una toma de conciencia más afín con la
conciencia mística que con los datos asequibles a nuestro limitado equipo
sensorial
Según lo entienden algunos
científicos, el concepto de inmortalidad -ese algo que está fuera de del tiempo
y del espacio- forma parte inseparable de la creación. La noción de la muerte
proviene de nuestra percepción sensorial y de un concepto que actualmente es
rechazado por inadecuado, por los físicos modernos. A la luz de las teorías
físicas contemporáneas, la inmortalidad es la regla y la muerte es la excepción
que prueba la regla, porque en la muerte del hombre se cumple un proceso de
traslación de la existencia tridimensional de su vida a una existencia tetradimensional que ha sido
parte integrante de su vida espiritual.
La visión mística, enraizada en la
mayoría de las tradiciones religiosas, nos señala una realidad postrera que es
perfectamente compatible con las ideas sustentadas por los físicos
contemporáneos. Hemos llegado a un punto en que parecería que la religión y la
ciencia coinciden en una nueva y más honda creencia en la naturaleza
indestructible de la conciencia individual. Tal vez nuestro siglo es el primero
en la historia que cuenta con el equipo intelectual necesario para poder
entender las revelaciones de la fe en lo que al significado de la inmortalidad
se refiere. La fe cristiana fue construida sobre la premisa de que la
naturaleza del hombre tenía algo de indestructible en su esencia. Si penetramos
en el meollo de la revelación del Nuevo Testamento, hallaremos esa verdad
básica repetida una y otra vez. Puede ser que el lenguaje utilizado no sea
preciso y que los términos sean equívocos, pero la idea central aparece con
nitidez.
Por ejemplo, San Pablo habla de la
inmortalidad. Dice: “Es necesario que... esto mortal se vista de inmortalidad”.
Pero también habla de la realidad de dos
naturalezas “el cuerpo físico y el cuerpo de resurrección”. Ha ocurrido a
menudo, en el pasado, que los hombres se han visto compelidos a elegir la creencia de la inmortalidad y el
concepto de la resurrección.
La ciencia moderna bien puede darnos
la clave para resolver este dilema.
Frente a nuevos conceptos trascendentales pero con evidencias encontradas, la
ciencia moderna llega a la conclusión de que no se trata de “ya sea/ o” sino de
“ambos / y”. En más de una ocasión la opción escogida dejó de lado importantes
aspectos importantes de la realidad espiritual en su última instancia. Pero las
disyuntivas entre las que se escogía en el pasado han perdido vigencia, porque
la realidad postrera es demasiado grande como para confinarla a los estrechos
límites de nuestro escaso discernimiento. Más bien, debemos desplegar al máximo
nuestra capacidad para vislumbrar lo que está más allá de nuestra capacidad
normal de aceptar lo que es de fácil de admisión.
La revelación del Nuevo Testamento
exigió de los hombres que sacaran el máximo partido posible de su entendimiento
para aceptar las nuevas ideas sobre la naturaleza de Dios, y del universo y sus
propias naturalezas. No resultó fácil hacerlo, pero cuando los hombres, por la
fe, aceptaron la nueva revelación, hallaron una nueva vida.
Los misteriosos acontecimientos que
rodearon la muerte y reaparición de Jesús
a sus discípulos, deben ser vistos a la luz de un audaz acto de fe y no
de nuestros esfuerzos para limitar la realidad o la revelación. Jesús predicó
un concepto de los valores humanos fundado en una relación básica e inseparable
del espíritu humano con el espíritu de Dios. Sostuvo que: “Yo y el Padre uno
somos”. Era una revelación integral e indestructible. Además, dijo que había
venido para dar a otros “la potestad de ser hijos de Dios”. Aseguró a sus
oyentes que “las obras que yo hago, Él las hará también; y aún mayores las
hará”. Sin duda creía en la capacidad básica y esencial del hombre, echando mano a
su conciencia espiritual, para comprender su íntima unidad con Dios. Así como
los ojos no ven en ausencia de la luz y los oídos no oyen en ausencia del
sonido, y los pulmones no respiran en ausencia del aire, de la misma manera
carece de sentido la conciencia espiritual en ausencia de la relación con Dios,
que le da vigencia. Jesús vivió, enseñó y practicó esa creencia.
Ejecutaron a Jesús. Enterraron su
cuerpo. Pero entonces sucedió algo más importante todavía. Debemos escudriñar
minuciosamente el relato del Nuevo Testamento. Algo de él no murió. Pasó por
puertas cerradas sin abrirlas, y ese hecho bastaría para poner a prueba nuestra
habitual capacidad para creer. Pero su presencia fue tan patente y real que
obró una profunda transformación en sus discípulos. En lugar de salir
asustados, se hicieron fuertes en su fe adquirida, y desafiaron el poder del
Imperio Romano. Cambiaron el mundo. Si miramos a la historia en función de
causa y efecto, comprobamos que el cambio en los discípulos se produjo debido
al tremendo impacto que significó para ellos la revelación espiritual que
recibieron por la aparición de Jesús y la venida del Espíritu Santo.
El hecho fundamental es que el
concepto que los discípulos tenían de la realidad postrera.- constreñida por el
limitado ámbito de sus cinco sentidos- se transformó en una capacidad ilimitada
para entender el poder de una resurrección que les demostraba el poder de Dios
obrando en la conciencia humana de una manera tan vigorosa que trascendía la
biología y la fisiología. Así como la conciencia mística está incorporada a la
cuarta dimensión, es decir a la naturaleza espiritual, de la misma manera el
poder la resurrección le aclara al hombre que no debe sentirse amarrado a lo
físico, puesto que en el centro mismo de su ser
hay un ente espiritual que por un tiempo utiliza un cuerpo físico pero
que no está atado a él eternamente. Esto es totalmente distinto de sostener que
somos seres esencialmente físicos y que hemos desarrollado una conciencia
espiritual tenue o provisional.
El cambio fundamentalmente que se
observó en los discípulos se produjo cuando se les hizo carne este nuevo y
trascendental concepto sobre sí mismos, y adquirieron conciencia de que su
relación con Dios les daba un poder hasta entonces ignorado. Aceptando este punto
de vista, el hecho de la resurrección deja de ser un simple acontecimiento
histórico del pasado. Puede que sea el punto crucial donde descubramos el
verdadero sentido de nuestra inmortalidad y
la validez de la inmortalidad de los seres queridos que abandonaron la
forma física de su existencia para trasladarse a un estrato puramente
espiritual.
La fe bíblica desafía al hombre a
creer con impetuosa decisión y a confiar con una esperanza que nada tiene que
ver con los aspectos destructivos de la vida sino, más bien, con sus facultades
creadoras. Pablo, que sufrió mucho, también aprendió a vivir con una esperanza
que exaltaba la vida. Y así dijo:
“Bendito sea el Dios y padre de nuestro Señor Jesucristo,
Padre de misericordias y Dios de toda
consolación, el cual
Nos consuela en todas nuestras
tribulaciones, para que podamos
También nosotros consolar a los que están en
cualquier tribulación,
Por medio de la consolación con que nosotros
somos consolados por Dios.
Porque de la manera que abundan en nosotros
las aflicciones de Cristo,
así abunda también por el mismo Cristo
nuestra consolación.
Pero si somos atribulados, es para vuestra
consolación y salvación
o si somos consolados, es para vuestra
consolación y salvación,
la cual se opera en el sufrir las mismas aflicciones
que nosotros también
padecemos. Y nuestra esperanza respecto de
vosotros es firme,
pues sabemos que así como sois compañero en
las aflicciones,
también lo sois en la consolación.
(Corintios 1:3-7)
“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas
las cosas le ayudan
a bien, esto es, a los que conforme a su
propósito son llamados.
Porque a los que antes conoció, también lo
predestinó para que
fuesen hechos a la imagen de su Hijo, para
que él sea el primogénito
entre muchos hermanos. Y a los que predestinó,
a éstos también llamó,
y a los
que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó,
a éstos
también glorificó.
(Romanos 8:28-30)
“Y no sólo esto, sino que también nos
gloriamos en las tribulaciones,
sabiendo que la tribulación produce paciencia;
y la paciencia,
prueba; y la prueba, esperanza; y la
esperanza no avergüenza;
porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos fue dado.
(Romanos 5: 3-5)
Por lo anterior
vemos que la revelación del Nuevo Testamento habla en términos claros e
inequívocos. La naturaleza del hombre pertenece a Dios, y por ello mismo es tan
infinita y eterna en su manifestación personalizada como lo es Dios en su
ilimitada naturaleza cósmica. Jesús trató por los medios de hacer entender esta
verdad a sus discípulos, los cuales finalmente la captaron, pero no antes de
que muriera físicamente y se les manifestara en forma espiritual. El
comprenderlo cambió sus vidas. Les dio una nueva imagen de sus propias
naturalezas interiores que les quitó el temor y la inseguridad. Seguían siendo
hombres, pero hombres muy distintos.
Cuando se nos viene la muerte, con
toda su dramática incidencia sobre nuestros sentimientos y nuestra manera de
vivir, el brío que necesitamos para mantenernos erguidos y hacer que lo sin
sentido aparente tengo significación positiva, descansa en nuestra capacidad
para ver la vida despojados del lastre
de especulaciones físicas y a la luz de la revelación del Nuevo Testamento.
Los cambios físicos pueden ser dolorosos y provocar estados de tensión. Pero la
discriminación crítica que nos permite pasar de lo temporario a lo permanente,
de lo físico a lo espiritual, de lo medroso a la fe triunfante, estabiliza
nuestras vidas.
Estamos tristes, sin duda, pero es una tristeza
para con nosotros mismos, para con nuestros sentimientos de pérdida y soledad.
Esta tristeza no está enraizada en la desesperación. Más bien está sustentada
por la firme confianza de que más allá de la experiencia física de la muerte,
está la experiencia espiritual de un inmutable acceso al conocimiento de Dios y
de sus propósitos. Así afianzados se abre a la vida un nuevo panorama de gran
significación, y la muerte se presenta ahora como un incidente tolerable dentro
de algo infinitamente mayor
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