La desesperación que nos invade frente a la pérdida de un hijo, y el
sufrimiento profundo que ello importa, nos hace parecer que ya nada es posible;
que jamás podremos recuperarnos de ese dolor inmenso que se ha apoderado de
nosotros.
Entonces cae la esperanza... y con ella la posibilidad de plantearnos
una salida para nuestro problema. Nadie puede decir a otro cuánto tiempo, ni de
qué manera sentir la pena pues los sentimientos de cada persona son únicos. Sin
embargo existen elementos del pesar que son comunes a quienes han atravesado
por la desdichada experiencia. Entender estos sentimientos y el saber cómo
otras personas los han tratado, pueden ayudar en gran medida a sobrellevar la
experiencia.
1-NO PERDER LA ESPERANZA
“En tanto tengamos esperanza, tendremos una meta, la energía necesaria
para avanzar hacia ella y una guía para alcanzarla. Existen cientos de
alternativas, miles de caminos e infinidad de sueños. Si tenemos esperanza nos
encontramos a mitad de camino de nuestra meta; si carecemos de ella, estamos
irremediablemente perdidos”. (Leo Buscaglia “El camino del toro”)
Una de las sensaciones más terribles que se nos presenta en el proceso
de duelo y dolor, es la tendencia a la pérdida de la esperanza; es decir, esa
recurrente y permanente vivencia de desazón, de que ya nada importa, o de que
nunca podremos recuperarnos de nuestro dolor y de nuestra pérdida.
Es en estas circunstancias que el tiempo juega un doble papel: por un
lado no pasa nunca, es lento, y cada día presenta una nueva agonía. Es difícil
enfrentar el comienzo de la jornada. Nos cuesta siquiera planificar el día. Por
otro lado el tiempo parece volar. A poco que miremos atrás no podremos creer
que han pasado semanas, meses o años, desde el día que nuestro hijo murió
Y nuestra capacidad de aguante se vuelve limitada. Perdemos la paciencia
y nos angustiamos porque ya no soportamos los altibajos, las caídas recurrentes
en la tristeza, la inseguridad de no saber cómo estamos, ni cómo estaremos. Y
el miedo... Sí, el miedo por un futuro que aunque decimos que no nos importa,
en realidad nos aterra, pues no podemos siquiera imaginarlo.
Frente a ello sólo nos queda la esperanza. Y defender la esperanza es
toda una misión y todo un trabajo que encaramos y en el que no debemos
desfallecer.
En la medida en que nos planteemos como una opción definitiva que no es
posible la recuperación nos cerramos nosotros mismos toda posibilidad de recuperarnos.
Es verdad que nos sentimos tentados a creer cualquier destello de luz es
sólo una falsa esperanza o una mera
ilusión Y también es verdad que cuando creemos que estamos mejor, un nuevo
sacudón emocional nos voltea, nos ”bajonea “ y nos plantea que, a lo mejor,
todo esfuerzo es inútil, que seguimos en la oscuridad como hasta ahora habíamos
estado. Sin embargo no podemos dejar de “buscar” la esperanza, porque es lo
único que puede mantenernos en el camino, y andando. Porque en el momento en
que nos abandonemos, o bajemos los brazos, dejaremos también el camino y
estaremos perdidos.
La meta es recuperarnos de nuestro dolor, aunque ni sabemos, con
certeza, si podremos alcanzar esa meta. Lo que es claro es que si no lo
intentamos, con seguridad no lograremos alcanzarla. Y el único motor que puede
aparecer impulsando esa acción es la esperanza. ¿Y qué es esa esperanza? A lo
mejor no mucho... pero algo. Un pequeño destello, un rayo de luz, una
ventana(aunque pequeña) en el medio de la oscuridad que nos rodea. Algún
elemento que nos lleve a reconciliarnos con la vida. Saber que podemos a aspirar
a alo más que la forma en que hoy vivimos.
Mantener viva la esperanza es buscar en cada uno de nosotros, en el
fondo de nuestro corazón, algún elemento, un motivo, una causa, aunque sea un
mínimo sentimiento, para utilizarlo como grano de arena para comenzar a
levantar una vida de nuevo. Para sentirnos aún vivos, a pesar de nuestro dolor,
y aprovechar lo que aún tenemos, espoleados por la pena de lo que hemos perdido. Mantener viva la esperanza es
no caer en la tentación de medir todo desde la nublada óptica de nuestro dolor.
Admitir nuestras limitaciones: que nuestros sentidos están bloqueados, nuestro
entendimiento turbado, no juzgar ni medir definitivamente el futuro ni la vida
desde el momento actual, que para nosotros es devastador. Por el contrario
intentemos guardar la esperanza de la recuperación, o al menos... buscarla. Eso
nos mantiene”vivos”. Aún, si queremos, podemos comenzar por algo menos
ambicioso: no descartarla ya es un paso positivo.
Y desde allí comenzar a andar. La senda es
estrecha y el paso difícil. Tampoco es fácil encontrar compañía. Pero se puede.
Mientras resuene en nuestro corazón aunque sea un mínimo eco de esa
frase":...se puede...", estaremos en el camino, y habrá esperanza.
2- NO QUEDARSE EN EL DOLOR
“-¿Porqué no te acercas al borde del río?-
le preguntó el maestro al discípulo
-Porque tengo miedo de caerme al agua y
ahogarme- respondió
-Nadie se ahoga por caer al agua. Lo que te
ahoga es quedarte dentro-dijo el maestro”. (Anthony de Mello)
Quedarse dentro del agua es peligroso. Y ese
es también el peligro de quedarnos “dentro” de nuestro dolor.
(Anthony de Mello)
Quedarse dentro del agua es peligroso. Y ese
es también el peligro de quedarnos “dentro” de nuestro dolor. La tristeza que
nos produce el hecho vivido, la muerte de nuestro hijo, no puede sino
considerarse algo absolutamente normal. Aún la postración puede serlo: el
impacto de un profundo dolor.
Pero el gran peligro de “quedarse” en el
dolor es la...”depresión”.
Y el intenso dolor que provoca la pérdida de
un hijo, como el sufrimiento prolongado que produce esa pérdida, son factores
que pueden llevar a un proceso depresivo, o pueden favorecer la presencia de un
cuadro de depresión.
El deprimido pierde fácilmente sus
facultades de comunicación. Le acompaña un intenso dolor moral que los demás,
por lo general, no comprenden y una total impotencia para considerar cualquier
iniciativa con cara al futuro. Como podemos advertir, algo muy similar a lo que
sentimos los padres que hemos perdido hijos.
Ignacio Larrañaga (“Del sufrimiento a la
paz”) describe claramente el cuadro depresivo, señalando que la depresión
suprime todo gusto. El deseo de mantener contactos afectivos desaparece, y las
funciones instintivas se encuentran alteradas, casi aletargadas. Desaparece el
sueño tranquilo y reparador. En las horas de insomnio se deja curso libre a los
recuerdos amargos, las ideas más negras penetran y se instalan en la mente, sin
poder ahuyentarlas. Una ansiedad que llega como en oleadas, se sobrepone a
todos los demás síntomas. En este contexto puede nacer fácilmente el deseo de
morir...
¿Porqué planteamos esto?. Porque queremos
abordar la problemática del dolor desde la realidad, y desde esa realidad se
encuentra la posibilidad de que “quedarnos” en el dolor nos pueda llevar a un
cuadro depresivo.
Ello importa que asignemos un cierto cuidado
al tránsito del dolor. Y que tratemos de sufrirlo, pero que no nos quedemos
ahogados en él.
Y para ello, trabajar en el proceso de dolor
y conectarnos con otras personas que pueden haber sufrido la pérdida de un
hijo, puede ayudarnos a elaborar el duelo, intercambiando experiencias,
experimentando síntomas comunes y compartiendo sentimientos francos y sinceros.
Es normal sentir angustia, es normal sentir
dolor, es normal sentirnos vencidos. Pero no es bueno quedarnos sólo en eso, ni
encerrarnos en esa angustia o en ese dolor. Es positivo permitirnos tener esos
sentimientos, y aceptarlos; pero no es positivo detenernos en ellos y
sistemáticamente.
Ello también tiene un componente temporal y,
si bien no hay tiempos iguales para todos, sino que cada uno tiene su tiempo y
su modo de recuperación, si el proceso de abandono o depresión perdura un
tiempo prolongado, se dilata o agrava, debemos estar alertas.
Si, a pesar de nuestros esfuerzos, advertimos
que nos vamos sumergiendo cada vez más
en un proceso depresivo, debemos recurrir a la ayuda profesional. No es bueno
buscar curaciones mágicas ni automedicarse. Tampoco recurrir a un estoicismo de
admitir, sin más, “... que suceda lo que deba suceder...”, y abandonarnos. Del
mismo modo, las drogas o el alcohol no son solución alguna. Más bien agravan
los cuadros, provocan reacciones o desencadenamientos inmanejables, retrasan,
complican y obstruyen todo el proceso de recuperación.
La depresión, generalmente llega después de
del adormecimiento y la cólera. Hay quienes aparentemente lo toman todo muy
bien, pero más tarde se desesperan. Les envuelve un sentimiento total de
desesperanza. Pasan mañanas terribles. Necesitan un acto de voluntad máxima
para poder levantarse. Les agota conversar, o realizar cualquier actividad. Si
además se apegan a la tradición que dicta que hay un período predeterminado de
luto de no menos de un año, es muy difícil salir de la depresión.
Por ello es muy importante que nos planteemos
no “quedarnos” en el dolor.
No “quedarnos” en el dolor es justamente
elaborar, transitar y cuidar el duelo y el proceso del sufrimiento.
Las heridas del alma (que llamamos también
del corazón) requieren de un tratamiento similar de curación que aplicamos a
las heridas de la carne o del cuerpo. Así cuando la herida corporal es grave,
requiere de una limpieza y desinfección a fondo; luego un tratamiento
quirúrgico de costura y todo un cuidado posterior que pasa por la permanente
desinfección, cambio de vendajes, aplicación de cicatrizantes, retiro de
puntos, etc. Durante todo ese tiempo la herida duele, y aún cicatrizada queda
sobre la misma una sensación especial. Si a esa herida no se la trata
adecuadamente en su momento, se infectará, acumulará pus y todo el proceso se
complicará, no sólo por la infección de la herida, sino por todas las
consecuencias secundarias que tal infección traerá al organismo. Para colmo de
males, el abandono de la herida, hará que la misma no cierre adecuadamente, o
quede abierta para siempre.
¿Porqué habrá de ser distinto con las
heridas del alma?
También con ellas habremos de tener cuidado,
en un proceso tan lento, delicado y tortuoso como ocurre con las heridas del
cuerpo. Y ello esparte de “no quedarse en el dolor”, de “no dejarse ahogar en
él”.
Buscar ese difícil pero ansiado objetivo de
“positivizar” la pérdida, de encontrarle un sentido al sufrimiento, de
transitar un camino con esperanza. A través del diálogo, del compartir, del
tránsito mismo del camino. Por ese camino largo y tortuoso, por esa senda
estrecha y difícil, pero con un contenido de esperanza. Como dice San Pablo en
su Carta a los Corintios:...”apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no
desconcertados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos pero no aniquilados...”
Con esperanza.
En el lento proceso de recuperación, la
experiencia indica que es importante contar con alguien que nos pueda escuchar
y no nos juzgue. Alguien que nos permita divagar y hablar sobre el ser querido
que hemos perdido: nuestro hijo
La participación en otras actividades tanto
corporales como espirituales, ayuda. Es común que no se pueda soportar la
televisión, la radio o las publicaciones mundanas. Sin embargo actividades de
recreación, culturales, deportivas o de entretenimientos resultan muy buenas.
No así las actividades frenéticas, pues sería tratar de huir de la realidad y
lo que necesitamos es, justamente, enfrentarnos con la realidad; aunque duela
muchísimo al principio.
La experiencia nos señala que la mayor parte
de las personas se recuperan lenta, pero
seguramente. Muchas veces sentiremos la melancolía, pero no será tan fuerte
como al principio. La curación del dolor,
y de la depresión que puede acompañar a ese dolor, es un largo proceso
que a veces toma años. Sin embargo se puede curar. Ese día también llegará para
nosotros. O al menos debemos mantener viva la esperanza de que llegue. Todo lo
que hoy parece sombrío, algún día dejará de serlo, y no es conveniente que ese
“apego” por nuestro dolor nos haga sentir que no debemos dejarlo fluir, que no
debemos permitir que se vaya o atenúe. Podemos animarnos a aspirar que el dolor
sea superado, y la recuperación llegue.
Con esperanza.
3-ENCONTRAR SENTIDO AL SUFRIMIENTO
“Cristo ha enseñado al mismo tiempo al
hombre a hacer bien con el sufrimiento y hacer bien al que sufre... Este es el
sentido del sufrimiento, verdaderamente sobrenatural y a la vez tan humano. Es
sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del
mundo, y es también profundamente
humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su
propia dignidad y su propia misión. El sufrimiento, ciertamente, pertenece al
misterio del hombre” (Juan Pablo ll).
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