CONVERSACIONES SEDUCTIVAS

No todas las muertes son iguales| CUANDO ALGUIEN MUERE

La muerte constituye un hecho externo. Su significación interna está dada por nuestra respuesta emocional. Para adquirir una clara imagen de su naturaleza, debemos saber a carta cabal cómo se genera ese proceso de significación interna, que surge frente al acontecimiento externo.




Ya hemos dicho que la muerte provoca, en los afligidos deudos, lo que hemos dado en llamar una “amputación emocional”. Tomando esto como punto de partida para explorar en profundidad la significación de la pesadumbre, una señorita de frondosa imaginación llamada Marianne Simmel, de la Universidad de Brandeis, mantuvo entrevistas con amputados físicos haciendo averiguaciones sobre sus experiencias en ese terreno. Pensó que la pesadumbre podría compararse al “fenómeno del miembro fantasma” experimentado por personas que han perdido un brazo o una pierna. Continúan acusando sensaciones en los miembros como si no hubieran sido extirpados. Así, por ejemplo, una persona que ha perdido un brazo se queja de un agudo dolor en la mano.



Cuando Marianne Simmel interrogó a niños que por malformaciones congénitas carecían de algunos de sus miembros, el síndrome “fenómeno del miembro fantasma” fue negativo. Interrogó a otros niños que habían perdido un miembro a raíz de un accidente o a consecuencias de la guerra, y la respuesta fue muy escasa, prácticamente nula. Probó luego con adultos afectados de una progresiva disfunción de un miembro o que fueron sometidos a varias intervenciones quirúrgicas que terminaron con la extirpación de casi todo el miembro, y no encontró evidencias significativas de la presencia de dicho fenómeno.



El “fenómeno del miembro fantasma” apareció en muchas personas que habían vivido la cantidad de años necesarios para integrar cada uno de sus miembros a la totalidad de su economía funcional y cuando la pérdida de esos miembros se produjo de manera súbita  e inesperada. Las conclusiones de esta investigación para entender la naturaleza de la pesadumbre, apuntan a dos factores. En primer lugar el grado de relación es un elemento vital. En qué medida hemos conocido a la persona y por cuánto tiempo hemos cultivado su amistad, son factores importantes para determinar la magnitud del sentimiento por la pérdida sufrida. En segundo lugar parece ser que la respuesta emocional se exacerba cuando la pérdida se ha producido en forma súbita, inesperada y aguda. Si contamos con el tiempo suficiente para prepararnos y aguantar el cimbrón podemos hacerle frente al suceso con más éxito que si nos toma desprevenidos o mal parados. Cuando la pérdida se produce súbitamente, nuestro organismo no puede adecuar sus defensas y recibimos de lleno el embate del golpe emocional.



La investigación de Marianne Simmel demostró además que las personas que admitían la conveniencia de la amputación, eran las que más rápidamente se adaptaban a la pérdida de su miembro. Aprendían más aprisa a usar un miembro ortopédico y a reintegrarse a sus tareas diarias. Por el contrario, los que se resignaban a aceptar su pérdida, los que sentían lástima por sí mismos y renegaban de su mala suerte, tardaban más en su rehabilitación.



Si hemos conocido a una persona por mucho tiempo y nuestras vidas han estado ligadas íntimamente por el vínculo de numerosos intereses comunes, es natural que padezcamos una mayor amputación emocional. Pocas semanas después que muriera su marido de treinta y dos años de edad, en forma totalmente inesperada, su viuda me dijo:”Lo más duro de todo esto son las mil y unas pequeñas cosas que antes no parecían tener importancia. Resulta que ahora su importancia adquiere magnitudes desproporcionadamente exageradas. Me encuentro aguardando el ruido que hace la puerta de la cochera al abrirse cuando entra su vehículo todas las noches. Espero que encienda el televisor para escuchar el noticiero. Le digo las primeras palabras de una frase cuando estoy sentada a la mesa. Me despierto en la mitad de la noche preguntándome por qué no está roncando. Son éstas las cosas más difíciles de soportar. Yo sé que está muerto y me hago cargo de este hecho tremendo. Lo que no me deja ni de día ni de noche son esas mil pequeñas cosas que en conjunto formaban la trama de nuestra vida en común. ¿Cuándo terminará esto? ¿Cuándo sabrá la totalidad de mí que yo soy una viuda?



Lo que esa señora preguntaba, en esencia, era cuánto duraría el equivalente, en pesadumbre, “del fenómeno del miembro fantasma”. En el caso de una viuda  puede acompañarla, como parte de su vida, por varios meses, disminuyendo gradualmente. No es raro que estos sentimientos residuales persistan por seis meses. Es un proceso largo y lento que poco a poco logra abrir la trama de vida s estrechamente unidas.




La intensidad de la pesadumbre está en relación directa con el grado de afinidad que hubo en la vida y con las circunstancias que determinaron su ruptura. Una señora joven cuyo marido había estado en Vietnam durante ochos meses, recibió la noticia de que había muerto al ser abatido su helicóptero y que su cuerpo resultó destrozado en el incendio que siguió al estrellarse contra el suelo. Al hablar con ella me dijo:”Cuando él partió para la guerra yo sabía que esto podría ocurrir, pero traté de no pensar en ello. Ahora que ha sucedido parece una cosa irreal y lejana. Tuve que acostumbrarme a no tenerlo dando vueltas por la casa. La diferencia ahora es que nunca volverá, mientras que antes siempre tuve la esperanza  de que algún día lo tuviera de nuevo conmigo. Ahora las cosas son distintas, pero en cierta medida no parecen distintas. Por la forma en que murió no se me hace carne que sea una cosa definitiva y consumada. Es algo así como si todavía existiera. Como si se hubiese evaporado. ¿Cómo es posible que una persona tan importante en mi vida pueda simplemente esfumarse?”




Con sus balbuceantes palabras estaba diciendo, en efecto, que para que una pérdida sea real debe suceder dentro de un contexto de realidad. Debe suceder de una manera que haga posible sentir  una legítima pesadumbre y al mismo tiempo hallar la forma de soportar la pena dando rienda suelta a los sentimientos con un sano desahogo por medio del llanto. Pero la muerte que ocurre lejos y en forma irreal deja un vacío emocional que se procura llenar con negativas y falsas esperanzas. Una pérdida trágica que ocurre en el ámbito de nuestra vida diaria y de nuestras emociones inmediatas infiere una herida de bordes netos que puede ser curada con relativa facilidad. Pero cuando la pérdida es remota e irreal, provoca una herida que se infecta con la duda y la incertidumbre. Esta herida infectada tarda más tiempo en curarse y a veces nunca completa su curación.



Un padre cuyo hijo murió en la guerra del sudeste asiático tuvo serias dificultades en atemperar su pesadumbre porque luchaba contra su propia miseria emocional. Rechazaba el significado emocional del evento. Afirmaba que no podía ser. Estaba en contra de la guerra por cuestiones políticas, morales y sociales. No quiso que su hijo fuera a la guerra. Le había recomendado insistentemente que se declarara pacifista por objeción de conciencia. Pero su hijo se fue. Pocas semanas después el jeep en el que viajaba tocó una mina y murió instantáneamente. Cuando el padre recibió la noticia no pudo creer la información y en cambio insultó a la persona portadora de la triste nueva. Acusó a todos los miembros de las Fuerzas Armadas de conspirar en un complot traicionero contra los débiles y los inocentes. Cuando finalmente le entregaron la urna con las cenizas de su hijo, no quiso autorizar un servicio religioso con honras militares y prefirió un funeral privado con la asistencia exclusiva de los familiares. La emoción que en condiciones normales se hubiera manifestado en relación con la muerte del hijo, se manifestó externamente en forma de rabia contra el ejército, el gobierno y una sociedad que se destruye a sí misma.



 No trató de ayudar o comprender a los otros miembros de la familia que sufrían lo indecible. Tomó una actitud de franca hostilidad, procurando sustituir su pesadumbre personal con un resentimiento contra fuerzas simbólicas e impersonales. Sin duda alguna el acontecimiento externo fue trágico y dramático, pero en razón de que organizó sus energías para pelear una batalla diferente, propuso encarar de frente su necesidad interior y en consecuencia adquirió una personalidad que no era la suya y que sólo pudo eliminar por medio de una terapia especializada.



Éste padre se comportó como un amputado que rehúsa admitir la extirpación. Canalizó sus energías emocionales en una dirección contraria a la aconsejable, que era la de enfrentar su pesadumbre con el consuelo del llanto.



Observando el comportamiento de distintas personas frente a la pesadumbre, comprobamos las diferentes respuestas internas a las agresiones externas. De esta manera estamos en mejor posición para valorar algunas de nuestras reacciones emocionales.



Es difícil darse cuenta de que hay ciertas muertes más difíciles de admitir que otras. Algunas muertes son lógicas y otras son ilógicas... Parece razonable, como parte de un plan cósmico superior, que un anciano que ha vivido por largos años de una vida útil, muera silenciosa y tranquilamente mientras está durmiendo. El concepto que tenemos  de la justicia impide todo sentimiento de rebeldía contra una muerte que encaja con nuestra idea de lo que es justo.


Muy distinto es el caso en que la muerte se hace presente de manera notoriamente injusta e inexcusable


Tenemos que echar mano a nuestros mejores argumentos para aceptar la irracional injusticia en el caso, por ejemplo, de un joven talentoso dedicado, una verdadera promesa para la sociedad como dirigente útil e inspirado, con largos años por delante, que es asesinado por una persona cuyos antecedentes criminales muestran una vida de bajos instintos y persistente espíritu de destrucción.



Estas dos formas de muerte marcan los límites extremos de nuestra respuesta emocional. Son los extremos de lo justo y de lo injusto, de lo racional y de lo irracional. Casi todos los casos de muerte que habremos de experimentar en nuestra vida se plantean dentro de esos extremos. Y si estamos preparados para enfrentar los extremos hemos de poder hacer frente sabiamente a lo que está en medio.



La Corte de Justicia del Estado de California nombró al psiquiatra californiano Dr. William M. Lamers como consejero de madres solteras que entregaban a sus hijos para ser adoptados. El Dr. Lamers descubrió un tipo de tristeza que puede arrojar alguna luz sobre las distintas maneras de reaccionar ante una pérdida. Observó que las jóvenes madres que veían a sus bebés ante de ser retirados para la adopción, dominaban sus sentimientos más rápidamente y con menos efectos secundarios adversos que las que no veían a sus hijitos en ningún momento. Su investigación en numerosos casos, demostró también que las madres que vieron a sus criaturas eran las que ansiaban casarse y tener hijos que pudieran guardar. Además acusaron menos síntomas de alteración emocional y de comportamiento neurótico que las otras. Pero las muchachas que no vieron a sus bebés mostraron un cuadro de emociones alteradas de muy variada naturaleza acompañado de un comportamiento compulsivo con tendencia a aislarse de sus semejantes. No mostraban deseos de casarse; más bien querían evitar todo tipo de compromiso sentimental.



El Dr. Lamers explicó las distintas respuestas diciendo que la estrecha ligazón que hay entre madre e hijo es tan fuerte y firme que su realidad no puede ser descartada así como así. El ver al niño confirmó la realidad del parentesco. Una vez  establecido ese hecho podía echarse mano al normal proceso de lamentación por lo ocurrido. El negar la realidad del parentesco prolongó las emociones alteradas por el resto de la vida de la joven madre.



Las personas que aconsejaron a las jóvenes madres a no ver a sus bebés (como ocurre con frecuencia en las agencias de adopción) creían que con eso le evitarían a la madre un encuentro doloroso. No se percataron de que no era una elección entre dolor y no-dolor, sino entre sufrimiento sabiamente encarado y sufrimiento erróneamente tratado.



Cuando estamos en contacto con las más hondas e importantes emociones de la vida, no es relevante decidir si hemos de sufrir o no. El sentimiento es inevitable. Lo que sí nos incumbe es saber en qué grado seremos honestos con nuestros sentimientos más caros y con cuánta determinación los controlaremos, para obtener un modo de vida sano y placentero. 

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