CONVERSACIONES SEDUCTIVAS

La comunidad en su rol de restañar las heridas | Cuando Alguien Muere

Somos seres sociables. Nuestra vida transcurre en diversos grupos: la familia, la escuela, la iglesia. La mayor parte de las cosas que sabemos, tales como el idioma, los hábitos sociales, las actitudes, los usos y costumbres, los aprendemos actuando en grupos. Y por jugar un papel tan importante en nuestro desarrollo, adquieren especial significación cuando nuestra vida sufre las tensiones propias de un aprieto.


 Sin duda habremos observado alguna vez que alternando con un grupo que nos conoce bien y nos acepta espontáneamente, nos hallamos felices y contentos. Por el contrario, nos sentimos amenazados cuando el grupo no nos conoce, o no nos acepta, o estamos en dudas respecto de su actitud. Solamente con un gran gasto de energía mental y emocional podemos adaptarnos a participar de un grupo que no hace sentir fuera de lugar.


Parte de esa sensación de incomodidad la heredamos de experiencias anteriores. Recordemos cuando, en nuestra infancia, tuvimos que asistir a una nueva escuela. El primer día todo era extraño. No conocíamos ni a la maestra ni a los otros niños. Estábamos en ayunas de todo lo que sucedía. Pero a poco de andar esa sensación de extrañeza desaparecía gradualmente y en pocos días formábamos parte del grupo como si tal cosa.


Si nos mudábamos a otra ciudad o cambiábamos de puesto, nos ocurría algo semejante. Al principio nos sentíamos amenazados por lo desconocido e incierto. Pero todo cambió cuando nos acostumbramos al nuevo medio y a la gente que lo formaba y nos resultó fácil incorporarnos a la sociedad que nos rodeaba.


Eric Erikson nos dice que las crisis emocionales se desencadenan por la acción de uno o más de tres factores, cualesquiera de los cuales es suficiente para modificar una satisfactoria relación de grupo.


En primer lugar está el factor que significa la pérdida o la amenaza de perder a alguien que es particularmente importante para el curso de nuestra vida. Esa pérdida o amenaza de pérdida puede ocurrir de diversas maneras, siendo la más obvia, por supuesto, la muerte. Se trata, en este caso, de un suceso de marca mayor, que supone cambios que sin duda nos hacen sentir amenazados e intranquilos.


En segundo lugar, se introducen en nuestras vidas personas nuevas e importantes, lo cual también produce en nuestro ánimo esa sensación de amenaza e intranquilidad. Sería el caso, por ejemplo, de asistir a una nueva escuela o concurrir a un nuevo empleo. Es un motivo de congoja el momento en que la muerte pone en escena a gente extraña con quienes tenemos que tratar en circunstancias distintas de las habituales. Tanto el empresario de la pompa fúnebre como el personal del hospital, como el pastor, quieren ayudar, pero hay que adaptarse para entrar en relación con toda esta gente.



En tercer lugar los cambios que habrá que introducir a nuestro status y a todo lo que ello trae aparejado. La muerte nos exige asumir nuevas responsabilidades y afrontar nuevas obligaciones. Puede ser que no hayamos estado preparados para esos cambios y se instale una crisis en nuestra vida al vernos de repente en esa situación.


Cuando la muerte se lleva a uno de nuestros más íntimos allegados, la situación se magnifica porque en esas condiciones actúan al unísono todos los factores desencadenantes de una crisis emocional. Esa conmoción producida por cambios externos puede ser desesperante, al sentirnos tan heridos en lo más profundo de nuestro ser.


Y es justamente en este punto de convergencia de sucesos críticos donde se valora en toda su magnitud el poder de rehabilitación de una comunidad imbuida de solidaridad humana. Nos arrimamos a ella en nuestra necesidad y ella, a su vez, nos da el apoyo, comprensión y clarividencia para superar el dolor y la aflicción. Tenemos la certeza de no estar solos sino de formar parte de un grupo sustentador que comparte nuestros sentimientos y nos ayuda a sobrellevar nuestras cargas.


Por supuesto que la familia constituye el grupo principal empeñado en la tarea de rehabilitación. A lo largo de toda la vida el núcleo familiar representa una realidad ininterrumpida, y esa asociación echa profundas raíces emocionales. En esta esfera podemos comportarnos sin restricciones, porque todos los miembros de la familia nos conocen tal como somos. En tiempo de crisis los familiares de cerca y de lejos para brindarnos su apoyo, pues comprenden y comparten nuestros intensos sentimientos.


Pero ocurre a veces que la familia está sometida a tensiones mayores de las que puede aguantar, y esa pequeña unidad sobrecargada, necesita apoyo. Especialmente en las familias poco numerosas, el sentimiento puede ser tan intenso que parecería que todo el mundo echa su granito de arena  para aumentar la tensión y cada uno de los miembros recibe la sensación de que lo están frotando a contrapelo.


Cuando esto ocurre, es fundamental reconocer la importancia que reviste echar mano a recursos más adecuados. A veces los extraños pueden ser útiles para compartir los sentimientos. Esas personas que uno conoce accidentalmente, como el carnicero, el conductor del ómnibus, el cartero, adquieren importancia en tanto y en cuanto nos permiten declarar nuestros sentimientos hablando con ellos, como parte del esfuerzo empeñado para adaptarnos a los críticos cambios que acompañan a la muerte. En efecto, una investigación llevada a cabo entre viudos y viudas, reveló que casi todos ellos se sentían más a sus anchas hablando con extraños que con los mismos miembros de la familia.


Así se explica una de las razones, por lo menos, de lo erróneo que es promover un funeral privado. Revela una ignorancia sobre las funciones que asume el funeral y de la imprescindible necesidad del grupo como factor rehabilitante.


En nuestra tradición cristiana, el funeral se interpreta como un momento de adoración y de reafirmación de fe. Un acontecimiento trágico o que amenaza nuestra estabilidad puede hacer flaquear nuestra fe por un tiempo. Las personas desconsoladas necesitan del sostén de quienes las rodean para que les digan que si bien es cierto que estos trágicos sucesos ocurren en la vida, sigue teniendo vigencia esa fe de largo aliento en la cual confiaron.


Las ceremonias privadas son una negación de la naturaleza básica y del propósito del culto cristiano, al reducir a estrechos límites la oportunidad de una comunicación terapéutica. Los miembros de la familia más directamente afectados y que por lo tanto son los que sienten más de cerca el impacto de los acontecimientos, necesitan referir sus reacciones emocionales y no tragárselas con el riesgo de que adquieran proporciones descomunales. La iglesia, donde nació, creció y se afirmó su fe, es el sitio de elección para las exequias de un cristiano leal. Y si bien hay que tomar en cuenta otros factores, tales como una estructura arquitectónica no acorde con un servicio póstumo, o en caso de que se trate de un anciano, cuyo escaso círculo de amigos se sienta perdido en la enorme nave de un gran templo, el sitio ideal será siempre una iglesia, para un servicio de alabanza a la vida y que realiza la importancia del grupo de adoradores en su rol de sustentadores de la fe de sus miembros.



El servicio fúnebre en la iglesia brinda la oportunidad para ciertas formas de expresión que difícilmente se den en otro sitio. Hacen posible que se entonen al unísono los grandes himnos de la fe. Los himnos vigorizan el credo adormilado y le dan nueva vigencia con los conmovedores y majestuosos  acordes de la tradicional música sacra. Aún cuando un excelente solista logre pulsar las cuerdas más íntimas de nuestros sentimientos, los grandes himnos cantados  por toda la congregación tienen la virtud de confirmar la presencia real del grupo de apoyo. Esas simples formas mediante las cuales el grupo expresa su apoyo, no acentúan la fragilidad de la vida sino que la fortalecen.



En ciertas circunstancias la música del órgano, habitualmente asociada a un culto de adoración, habla sutilmente a nuestros sentimientos y a nuestros pensamientos. Quedamente nos dice que estamos en el santuario de Dios, protegido por nuestra fe y apoyado por quienes la comparten.



El culto utiliza palabras que tienen valor balsámico. Las ideas bellamente expresadas utilizando un lenguaje tradicional y familiar, responden directamente a las más imperativas necesidades. Resultan alentadoras, en tiempo de crisis, las grandes promesas de la fe de las Sagradas Escrituras.


El culto también nos brinda la oportunidad de meditar. Se nos invita a estar solos con nuestros más profundos sentimientos, y al mismo tiempo sentir el apoyo de un grupo de gente que, a su vez, medita a su propia manera. Por medio del acto y del arte del culto, se ven estimuladas las aristas más preciadas del individuo y del grupo.


El culto provoca nuestra respuesta activa, según varias formas de participación, ya sea escuchando, cantando, meditando, pensando profusamente o ensimismándonos en la oración. La oración no es más que un sencillo medio de comunicación por el cual prestamos a Dios nuestra total atención. En el seno de esa comunidad, y formando parte del culto colectivo, tenemos la oportunidad, con la ayuda de Dios, de reencontrarnos con nuestra verdadera y recia personalidad. En los momentos de crisis emocional, puede significar una contribución vital para la elaboración positiva de un sano duelo.


Es importante hablar con la persona que dirige el culto. El pastor se prepara cuidadosamente para esa ocasión, por cuanto es sensible a nuestras necesidades. Elige los pensamientos y las palabras orientadas a nuestro problema tal cual él lo conoce, y a nuestras necesidades tal cual las intuye.



Cuando en esas circunstancias nos unimos al culto, es importante que estemos atentos y de buen ánimo. Evitemos los sedantes. No queramos impedir la libre expresión de nuestros sentimientos. Queremos dirigirlos sabiamente. Y eso lo hacemos mejor cuando nos abrimos a todas las influencias creadoras que actúan a nuestro alrededor.



Jesús era consciente de la importancia de la vida en grupos. Relató tres historias preceptivas que ilustran las distintas variantes de separación del grupo y la necesidad de restaurar la relación perdida.


La moneda perdida por accidente. Una moneda perdida carece de valor, porque su valor aparece únicamente cuando se la utiliza para servir el propósito para la cual fue acuñada. De acuerdo con la parábola, la dueña de casa se puso a la tarea de encontrarla. Llamó a sus vecinos para ayudarla. Buscaron por todas partes, y no cejaron hasta encontrar la moneda. Luego celebraron el acontecimiento festejando la renovación de una beneficiosa alianza.



La oveja perdida se extravió, probablemente, por una negligencia imperdonable, al no ver el pasto verde que crecía bajo sus narices. El pastor conocía de sobra los peligros que acechan a una oveja separada del grupo, y allá se fue a correr los riesgos que fuesen necesarios para traer de vuelta a la oveja sana y salva, y reintegrarla al redil.


El hijo perdido que se fue en una actitud de desafío y con un designio premeditado. El padre sufrió por esta deliberada separación, pero sabía que no podía ir tras él. En cambio se quedó en su casa, oró y esperó el retorno de su hijo y el eventual restablecimiento del vínculo familiar. Cuando el hijo recapacitó y volvió al hogar, más pobre pero más sabio, el padre le dio la bienvenida  con alegría y amor.



Siempre corremos un riesgo cuando nos separamos del grupo, tanto cuando la separación es accidental como en el caso de la moneda, o por la negligencia como la oveja, o intencional como en el hijo pródigo. En todos los casos los riesgos fueron superados por personas de buena voluntad dispuestas a tender la mano en actitud de amor servicial. El resultado final fue, en todos los casos, el restablecimiento del vínculo y de esa comunicación tan significativa que permite desarrollarse en la adversidad. Una vez confrontado con la desgarrante experiencia de la muerte, lo peor que podemos hacer  es encerrarnos en nosotros mismos y rechazar la mano balsámica y restauradora que nos tiende la comunidad. Una demostración de que hemos entendido exactamente cuáles son nuestras necesidades y la magnitud de nuestra crisis personal es cuando hacemos todo lo posible para mantener abiertas las vías de comunicación esenciales para la elaboración del duelo.


De la misma manera, debemos acrecentar nuestras relaciones y dedicar más de nuestro tiempo a actividades en grupos. Tratemos de evitar esos altercados familiares que no sirven para otra cosa que para aumentar las tensiones emocionales. Nuestra hipersensibilidad nos hace vulnerable a las ofensas que hieren nuestro amor propio, y que nacen de la incomprensión. Nuestra mejor protección contra ese estado de cosas es intimar con el grupo que nos rodea. En la medida en que procuremos entender a los otros, ellos nos entenderán mejor y alcanzaremos una comprensión adecuada de nosotros mismos y de nuestras emociones.


Entonces sí aceptaremos la ayuda que nos ofrece una comunidad tonificante y llegaremos a ser personas sanas, maduras, suaves, sensibles y en condiciones de poder curar las heridas de los demás

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