En las páginas
precedentes hemos mirado a la muerte y a la pesadumbre desde muy diversos
ángulos. Hemos analizado el impacto que acusa nuestro cuerpo y nuestra mente,
sus efectos sociales, su significación religiosa y los recursos de que nos
valemos para afrontar su presencia con eficacia. En estas páginas finales
deseamos recalcar la importancia de nuestra propia iniciativa y de nuestro
esfuerzo personal al tratar con ambas. Dependerá casi exclusivamente de
nosotros que la pérdida nos provoque una invalidez permanente o exalte nuestras
facultades creadoras.
El hecho de la
muerte puede ser tan quebrantador que nos quedemos inermes ante ella. A
consecuencia del impacto y la confusión, nos vemos impotentes para tomar
decisiones que hacen a nuestros sentimientos y a nuestra vida. Sin pretender
minimizar la aplastante angustia y el desbarajuste que en nuestra vida provoca
la muerte, se nos ocurre que podemos transformar la crisis en un motivo de
superación espiritual y en una vida más plenamente lograda, rebasando nuestra
experiencia anterior. Constituimos la fuerza motriz más importante en nuestro
ambiente particular, el factor clave de nuestro futuro... Y en última instancia
dependerá de nosotros la manera en que hayamos de utilizar nuestros recursos
interiores y exteriores.
A veces, y para
superar la crisis, nos tienta el deseo de renunciar a todo aquello que es, justamente, lo que más necesitamos...
La mujer de Job al mofarse de su fe, lo instó a renunciar a Dios y a la vida,
diciéndole: “Maldice a Dios y muérete”. Pero Job perseveró en su fe -si bien
protestaba por la injusticia de sus sufrimientos- y obtuvo un conocimiento
nuevo y más íntimo de su Señor.
Rechazar la fe
significa, ni más ni menos, ponernos a merced de nuestros temores. Y perder la
esperanza es abrir las compuertas a la desesperación. Renunciar al amor que
todo lo soporta, es permitir la entrada a la amargura, al resentimiento y al
odio. ¿Cómo hacer, entonces, para asirnos a la fe, a la esperanza y al amor, en
las crisis que desafían a esas tres virtudes? La mayoría de las personas que
han pasado este rubicón victoriosamente, señalan que la experiencia ha sido
óptima para ahondar las raíces de la fe, alcanzando tierras más fértiles y
aptas para el afianzamiento de la esperanza y la consagración del amor. Los
árboles que soportan los embates permanentes del viento, hunden sus raíces a
gran profundidad para resistir a pie firme cuando llega el vendaval. Las
personas que se esmeran para que sus vidas cuenten siempre con la base firme de sustentación que
da la fe, logran no solamente enfrentar confiadamente las tensiones normales de
la existencia, sino que, cuando llega la tormenta tienen raíces suficientemente
profundas como para aguantar el cimbrón.
Pero hay muchos
que al sufrir las consecuencias de un trágico acontecimiento los han hallado
tan carente de sentido, tan fútil, tan inexplicable, que lo proyectan,
generalizándolo, a todos los aspectos de la vida. Esto constituye una respuesta
irracional, de la cual debemos precavernos. Porque una vez vimos algo que nos disgustó ¿hemos de
cerrar los ojos para siempre? Porque una vez oímos una mala noticia ¿hemos de
taponarnos los oídos? Tan absurdo como la anterior resulta destruir nuestras
aptitudes para confiar y vivir sensatamente porque un acontecimiento trágico se
nos cruzó una vez en el camino.
No hay duda de
que la muerte es un acontecimiento de marca mayor en nuestra experiencia,
siendo, en realidad, una de las circunstancias más deprimentes que nos toca
vivir, pues se trata de una pérdida irreparable. Pero no es el final de nuestra
vida. Más bien podría ser el comienzo de un capítulo más sugestivo, pletórico y
realizado de nuestra historia personal.
Nuestro alto
nivel cultural ha tenido la desventaja de mantenernos al margen de todo lo
relacionado con pérdidas. Nos damos cuenta de nuestro déficit en este aspecto,
cuando nos enfrentamos con un suceso de pérdida mayor, como lo es la muerte,
sin contar con la experiencia y la práctica necesarias para resolver los
problemas creados por pérdidas menores. Cuando somos conscientes de que hay
necesidades especiales que exigen nuestra atención, tenemos la tendencia a
echar mano, entusiastamente, a recursos extraordinarios.
Algunos de estos
recursos subyacen en nosotros mismos. Son el bagaje de nuestra capacidad mental
y espiritual. Podemos controlar nuestra mente. Podemos enfocar nuestra
actividad mental y nuestra atención solamente sobre una cosa a la vez. Y lo que elijamos será en gran medida el
factor determinante para que nuestra mente elabore decisiones que actúen a
favor o en contra nuestra. Si nos enfrentamos exclusivamente sobre el acontecimiento
trágico, se tornará más trágico aún en sus efectos perniciosos sobre nuestra
vida. Si, en cambio, nos centramos exclusivamente sobre nuestra capacidad para
hacerle frente, habremos ganado en experiencia y fortaleza.
También nuestras
emociones conforman un recurso interior. Podemos echar mano a nuestros recursos
mentales para ayudarnos a determinar el correcto enfoque de nuestros
sentimientos. Cierto es que al principio resulta difícil, pero cuanto más
pronto comencemos más fácil será a la larga. Y si, como dijimos antes, no
debemos reprimir nuestros sentimientos, podemos canalizarlos para enriquecer
nuestra existencia y nuestra vida en relación. En vez de albergar sentimientos
negativos como la amargura y la hostilidad, debemos procurar ser comprensivos y
tolerantes con nuestros semejantes. Algunas de las más sublimes expresiones de
acción social dirigidas al bien común, nacieron
de un acontecimiento trágico que inspiró a sus actores a movilizarse
para mitigar el dolor de otros. El hundimiento del Titanic abrió los ojos a la
necesidad de perfeccionar una patrulla para el reconocimiento de témpanos. La
trágica enfermedad de un presidente produjo una fundación que prácticamente ha
eliminado la poliomielitis. Podemos utilizar nuestra experiencia trágica para
llegar a ser personas más simpáticas, más suaves, más tolerantes, en lugar de
permitir que ese acontecimiento haga que nuestra vida pierda su encanto.
Pero algunos de
esos recursos con que contamos son exteriores a nosotros mismos. No nos son
útiles si, por nuestra parte, no cooperamos. La comunidad en su función
restauradora: l Iglesia, con sus ceremonias y culto; los vecinos, con su
interés e inquietud a favor nuestro; el
pastor, con su capacidad de consejero y guía espiritual; el médico, con su habilidad
y preocupación por nuestro bienestar físico; el abogado, siempre al tanto de
los enredos legales que traen aparejados estos grandes cambios en la vida, y
aún el gobierno, con su programa de acción social y otros arbitrios que nos
ayudan a sortear la crisis; todos al unísono, están a la expectativa para
atender a nuestras necesidades. Pero en todas estas instancias debemos estar
dispuestos a aceptar la ayuda y a colaborar.
No siempre la
vida se mueve a un mismo ritmo. Alguien pidió a Einstein que le explicara la
teoría de la relatividad y el sabio, un poco en broma, le contestó que era algo
así como un contraste en la connotación emocional del tiempo: si nos sentamos
con nuestra novia a la luz de la luna
durante una hora, puede parecernos un segundo, pero si, inadvertidamente nos
sentamos sobre la plancha caliente de una estufa durante un segundo, nos puede
parecer una hora. El tiempo es relativo en relación con las fuerzas emocionales
que se suceden en un período dado de nuestra vida. En tiempo de tragedia, los
rápidos altibajos de nuestras emociones pueden llevarnos a la conclusión de que
hemos vivido más, soportado más y aprendido más en pocos días que en meses o
años de vida corriente.
En la práctica
militar se somete a las fuerzas armadas a largos períodos de entrenamiento y
espera. Luego el brevísimo encuentro del combate, y el resultado de la batalla.
Los goznes de la historia -como lo señaló Churchill- giran sobre su quicio
según breves encuentros en el tiempo, pero fundamentales para fijar el curso de
la historia.
Un
acontecimiento trágico, llevado al campo de nuestra historia personal, es
semejante a una batalla. Es la hora de las decisiones y el curso de nuestra
vida quedará sellado según la estrategia que adoptemos para libar nuestra
batalla contra la penosa realidad. Una alternativa es que seamos derrotados por
el acontecimiento y abandonemos el campo de batalla derrengados espiritual y
emocionalmente para el resto de nuestra vida. O, por el contrario, que
resurjamos de la batalla con una fe renovada y fortalecida, una sensibilidad más
honda con respecto a las necesidades de los demás y una novísima capacidad de
tolerancia y comprensión.
La estrategia a
utilizar para nuestro encuentro con la pesadumbre, puede estar determinado por
las preguntas que nos formulemos a nosotros mismos. Lo han dicho muchos, que es
más importante saber formular las preguntas que tengan con una cuestión, que
encontrar las respuestas correctas.
Las preguntas
trasuntan la ampliación del horizonte de nuestra vida, Y determinaran, en gran
parte, cuál habrá de ser nuestra biografía... Las preguntas que comienzan con
las palabras “por qué” implican una interpretación, porque inquieren sobre
significados y propósitos. Las preguntas que comienzan con la palabra “cómo”
hacen alusión, generalmente, a capacidades y habilidades para habérselas con
acontecimientos.
Si nos
preguntamos: “¿Por qué la vida me hizo esto?” significa que hemos dado un paso
atrás y dejamos que el acontecimiento
asuma el control sobre el hecho que nos corresponde a nosotros.
En franco
contraste, si preguntamos: “¿Cómo puedo hacer para que, de resultas de este
trágico acontecimiento, llegue a ser una persona mejor?”, habremos dado un paso
importantísimo para impedir que los acontecimientos se nos vayan de la mano y
terminen dominando la escena.
En lugar de
preguntar:” ¿Qué me está haciendo la vida?”, preguntemos en cambio “Qué le
estoy haciendo a la vida?”.
En lugar de
preguntar:” ¿Por qué la vida me ha jugado una mala pasada?”, preguntemos:
“¿Cómo puedo echar mano a los recursos que me sostendrán en estos momentos de
tensión?” Si nos sentimos tentados a tener lástima de nosotros mismos,
podríamos preguntar:” ¿Por qué tuvo que sucederme a mí?”. Pero en lugar de
permitir que la compasión por uno mismo ocupe el centro de la imagen,
deberíamos más bien exteriorizar nuestra preocupación sobre cómo afectó el
suceso a otras personas y preguntar:” ¿Cómo puedo ayudar a otro en esta misma
emergencia?” Y nos sorprenderá el hallazgo de que en la medida en que ayudemos
a otros nos ayudamos a nosotros mismos.
En lugar de
preguntar: “¿Por qué tengo que soportar
tanto?” podríamos más bien preguntar: “¿Cómo debo actuar para asignarle a la
vida su verdadero sentido, en estos penosos momentos que me toca vivir?”
Si somos
aficionados a la navegación a vela, sabremos que mientras más pesada sea la
quilla a más altura se podrá elevar el mástil, y concomitantemente sus velas,
aprovechando así al máximo el viento que sopla de popa. Las probabilidades de
ganar la competencia estarán en razón directa con la habilidad demostrada en la
utilización del viento. El mismo viento que puede hacerle ganar una carrera,
puede hacerlo varar si el piloto no cuenta con la destreza adecuada.
Y en el
transcurso de la vida nuestra fe puede ser la quilla que nos sirva de base de
sustentación para elegir el alto mástil y aprovechar al máximo los recursos que
nos permitirán hacer frente a los desafíos que la vida nos depara. Puede que no
sea fácil, como casi nunca lo son las cosas importantes de la vida. A medida
que se jerarquizan nuestras experiencias y nuestro accionar, crece la
importancia de estimular las destrezas, las disciplinas y los recursos que
aumenten nuestra idoneidad.
Aún las
peores experiencias de la vida pueden ser aprovechables para obtener los
mejores resultados. La cruz de Viernes Santo señaló el camino al glorioso
acontecimiento de una vida nueva, en Pascua. A la luz de nuestra tragedia,
podemos encontrar el significado de la resurrección.
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