Extractado
de :La muerte y los niños - Elisabeth Kubler Ross
La muerte
súbita suele dejar en los padres y los hermanos un sentimiento de terrible
culpabilidad aunque sea tras una larga enfermedad.
Una madre profundamente
afectada, escribe: «Un grupo de padres de la asociación Amigos Compasivos
quisiéramos que nos indicase
cómo podemos afrontar los sentimientos de culpabilidad..., las dudas...; mi
marido y yo no nos pudimos despedir de Jessie en vida ni decirle que lo
queríamos antes de que se fuese. Supongo que es difícil saber con certeza si
sufrió. ¿Sobrevive más allá de la muerte?, ¿nos echa de menos...?, ¿está
triste? Si alguna señal, alguna clave me indicase que ahora está mejor
que antes, me ayudaría mucho. A los padres nos atormentan esas cuestiones
porque no vemos respuestas aquí abajo en la Tierra. Mi hijo esperaba verme esa
mañana... y no me vio, y yo estaba tan cerca... En su lugar vio la propia
muerte. Tengo que vivir con esa idea el resto de mi vida... Me necesitaba y yo
no estaba allí. ¿Cómo puede una madre enfocar eso? Podría haber estado con
él...»
Regresando
de una gira por Europa, Alaska y Hawai encontré dos mil cartas a las que tenía
y quería dar respuesta. No pudiéndolo hacer individualmente opté por hacerlo en
una «Carta a los padres que han perdido un hijo» en la sección de cartas al
director, la que os ofrezco a continuación.
Margaret Gerner
Editor, National Newsletter
9619 Abaco Ct.
St. Louis, MO 63136
Querida
Margaret:
Gracias por
tu carta del 22 de enero en la que me pides que te ayude en tu publicación,
National Newsletter, para padres desconsolados. Acabo de llegar de Europa,
Egipto, Jerusalén, Alaska y Hawai, y la única manera de no tener que defraudar
a las dos mil cartas que aún no he contestado es mandarte este artículo ahora
mismo, y aquí está... Queridos amigos:
Margaret
Gerner, que dirige esta hermosa publicación, me pidió que escribiera unas
líneas para los que lleváis luto por un niño u os enfrentáis a la inevitable
muerte de un hijo. Como probablemente sabéis, he escrito varios libros (La
muerte: un amanecer, On Death and Dying, Vivir hasta despedirnos), y el más
reciente centrado en los niños que van a morir.
Puedo compartir muchas cosas con vosotros,
pero quizá lo más significativo es el progreso que hemos hecho en la última
década para ayudar no sólo a las familias que participan en el largo y arduo
seguimiento de la enfermedad terminal de un niño, sino también a los miles de
padres cuyos hijos han sido asesinados, se han suicidado, o tuvieron una
repentina muerte accidental. Esas familias no tuvieron el privilegio de contar
con el factor tiempo, que es en sí un alivio y una preparación. El tiempo
alivia porque ofrece momentos para la reflexión y la oportunidad para decir
todas esas cosas que no habíamos dicho todavía. Ofrece la posibilidad de
retractarse de lo que uno se arrepiente y de
concentrar la energía amorosa en los que se van.
El tiempo repara: permite que cada uno se
recupere a su ritmo de la conmoción y el aturdimiento, de la rabia que se
siente hacia el destino, hacia los compañeros, los hermanos y, sí..., incluso
hacia el niño que agoniza, o hacia Dios (una reacción humana y natural). Se
necesita tiempo para tratar con Dios y para reaccionar ante las numerosas
pérdidas a las que llamamos las
«pequeñas muertes», que preceden a la separación final. Las pequeñas muertes
son la pérdida del hermoso cabello de los niños a los que les administran
quimioterapia, a una hospitalización que nos separa de ellos cuando ya no se
los puede cuidar en casa, su incapacidad para caminar, bailar o jugar a la
pelota, traer amigos a casa, bromear, reír y hacer planes para el futuro. Si
esas pérdidas se pueden llorar en el momento en que ocurren, el final, el
duelo, es mucho más fácil.
Y luego llega, naturalmente, el dolor final
preparatorio, que es silencioso y va más allá de las palabras; es cuando al fin
nos enfrentamos a la realidad de que nunca la veremos vestida de novia, nunca
hará una carrera, no podremos esperar nietos. Los padres lloran y se entristecen
por esas cosas que «nunca pasarán». Por su parte, nuestros pequeños pacientes también se
despiden y cada vez tienen menos necesidad de ver gente, para poder abandonar
la vida. Es entonces cuando se puede hacer prevalecer la paz y la serenidad si se
sabe cuándo detener los procedimientos que prolongan la vida; cuándo llevarlos
a casa y simplemente cuidarlos con cariño hasta que pasen por la transición
final que llamamos muerte.
Muchos de los que habéis perdido un pequeño
con una muerte repentina no habéis tenido el privilegio de contar con ese
tiempo extra; no penséis sólo en la tragedia, sino también en la bendición de
esa muerte repentina. No habéis tenido que pasar por la angustia y la agonía de
un largo y doloroso tratamiento médico; no habéis tenido que preocuparos por el
modo en que esta muerte vaya a afectar a sus hermanos, a los que demasiadas
veces se relega a un segundo
plano, cuando se mima al niño enfermo con cosas materiales, viajes a
Disneylandia y todo tipo de desesperados intentos de «disimular», que a veces
beneficiarían más a los que sobreviven que al niño enfermo.
Muchos
hermanos piden favores similares y se les niegan con una cruel respuesta:
«¿Preferirías tener cáncer?». Estos niños injustamente tratados se sienten
culpables por haber odiado al hermano que agoniza.
Espero que, al leer estas líneas, los que
tengáis problemas con los hijos que quedan, les dediquéis tiempo y cariño antes
de que sea demasiado tarde.
Confío
asimismo en que nunca permitiréis que nadie os dé somníferos ni calmantes en
momentos como éstos, pues perderíais la oportunidad de experimentar todos
vuestros sentimientos, tales como gritar vuestra pena y llorar todo lo que
necesitéis, para poder vivir otra vez, no sólo por vuestro propio bien, sino
también por el de vuestra familia y de los que os rodean.
Sabemos por experiencia que las personas a
las que se les informa de la muerte repentina de un ser querido se recuperan
mejor si pueden exteriorizar su angustia y su pena en un entorno seguro y sin
testigos lo antes posible después de la inesperada muerte. Por ello aconsejamos
a las unidades de urgencia de los hospitales que habiliten una sala en la que
la gente pueda manifestar su dolor, y que, en vez de un «atareado» profesional,
lo acompañe un miembro
de Amigos Compasivos, alguien que no sólo conozca estas cosas por los libros
sino que también lo haya aprendido en la escuela de la vida, que lo anime a
llo- rar cuanto quiera y a dar rienda suelta a su angustia y dolor, y para que
se libere todo sufrimiento y pueda volver a empezar a vivir.
El seminario de cinco días en régimen de
internado que, junto con el equipo de Shanti Nilaya, damos por todo el mundo,
va dirigido a los padres que se sienten culpables, padres que se reprochan el
no haber hecho todo lo posible (suele ser especialmente doloroso cuando un niño
se suicida). El suicidio es la tercera causa de muerte de los niños entre seis
y dieciséis años, y sus padres se obsesionan con mil preguntas sobre si podrían
haber
evitado esa
tragedia. Ese sentimiento de culpabilidad sólo les resta energía y les impide
vivir con plenitud y ayudar a los que se enfrentan a pérdidas semejantes.
En nuestros seminarios, hemos tenido padres
que perdieron a sus hijos en el plazo de seis meses a causa del cáncer, y no necesitaron
asistencia psiquiátrica, calmantes ni somníferos, y ahora ayudan a otros a
rehacerse de tales pérdidas, al igual que hacen los Amigos Compasivos en
Estados Unidos y en otros países. Si estáis interesados en uniros a uno de esos
seminarios, enviadnos una nota y os mandaremos más información al respecto.
Tened presente que Dios nunca manda a sus
hijos más de lo que pueden soportar y recordad mi proverbio preferido: «Si
protegieras los cañones de las tormentas nunca verías la belleza de sus tallas
en la roca». Dicho de otra manera: «Si las tempestades no hubieran esculpido
las paredes del Gran Cañón del Colorado, no conoceríamos sus bellas formas».
Esto no quiere decir en absoluto que no
tengáis que experimentar el dolor y la angustia, la tristeza y la soledad
después de la muerte de un niño, pero también debéis saber que, después de cada
invierno, llega la primavera y vuestro dolor dará paso a una gran generosidad,
a una mejor comprensión, sabiduría y amor hacia los que padecen, si así lo
deseáis. Utilizad esos dones para relacionaros con los demás. Todo mi trabajo
con niños agonizantes partió del recuerdo de los horrores de los campos de
concentración de la Alemania
nazi, donde introdujeron a 96.000 niños en cámaras de gas. De la tragedia puede
surgir algo positivo o negativo, compasión u odio... La elección es vuestra.
Para terminar esta carta quiero decir que
nuestra investigación sobre la muerte y la vida después de la muerte confirma
fuera de toda duda que los que hacen la transición (los que ya no están con
nosotros) están más vivos, más rodeados de amor incondicional y belleza de lo
que podéis imaginar. No están realmente muertos. Sólo nos han precedido en el
camino de la evolución que todos debemos seguir; están con sus antiguos compañeros
de juego (así los llaman), o ángeles guardianes; están con miembros de la
familia que les
precedieron
y no os añoran (como vosotros a ellos) porque no tienen sentimientos negativos.
Lo único que permanece en ellos es el conocimiento del amor y el cariño que
recibieron y lo que aprendieron durante su vida física.
Marilyn Sunderman, la
mundialmente conocida pintora de retratos de Honolulú, me estaba pintando. Ella
pinta inspirada o llevada por sus guías, y estaba asombrada de ver que del
retrato de «la dama de la muerte y los moribundos, con sus 55 años» surgió un
hermoso cuadro y en un ángulo apareció una niña mirando una mariposa. Le
rogaron que lo enseñara a los representantes de Amigos Compasivos, y ése es
quizás el mayor regalo que os podamos dar, es decir, el conocimiento de que el
cuerpo físico es sólo un capullo, una crisálida, y de que la muerte es en
realidad la manifestación de lo verdaderamente indestructible e inmortal de
nosotros, representado simbólicamente por una mariposa.*
Tal como los niños de los campos de
concentración de Madjanek, adjunto al campo de Lublin en Polonia, que dibujaban
con las uñas mariposas en las paredes antes de entrar en las cámaras de gas, en
el momento de la muerte vuestros hijos saben que estarán libres y sin trabas en
un lugar en el que no hay más dolor, en el que reina la paz y el amor incondicional, un lugar en el que no hay
tiempo y desde donde os pueden alcanzar a la velocidad del pensamiento. TENED
ESTO PRESENTE y disfrutad de las flores que brotan en primavera tras las
heladas de cada invierno, de las nuevas hojas y la vida
que se
manifiesta a vuestro alrededor.
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