Hacia
una nueva forma de vida
Qué difícil se hace para los padres a quienes
se nos ha muerto hijos, intentar lograr paz y serenidad. Poder procesar la
pérdida de modo que la misma se positivice, no nos ahogue y nos sirva como
experiencia de vida, como enseñanza. Esta búsqueda es toda una meta: pero es
lenta, tortuosa y en el camino se encuentran muchos obstáculos. Quizás porque
nos ceñimos a los procesos mentales, racionales o porque pretendemos encontrar,
desde la razón pura, desde la mente, una explicación, una respuesta sobre el
sentido, el motivo o el significado de la pérdida.
El pensamiento del corazón
La muerte de nuestro hijo nos enfrenta con el
gran dilema de la vida en general, y de la nuestra en particular. Luego del
impacto inicial, el shock, donde nada tiene sentido y todo parece absurdo, no
sabemos quienes somos, ni dónde estamos. Pasado el primer tiempo,
indefectiblemente se nos presenta el período de elaboración del duelo y de la
pérdida. Y allí vienen las preguntas, el dilema, la angustia de no poder saber;
de no saber buscar y de tampoco entender detrás de qué preguntas ni de qué
respuestas vamos. Buscamos las respuestas para el misterio de nuestro hijo, las
que respondan el misterio de su vida y de su muerte. Y en definitiva, también
buscamos respuestas que iluminen la noche de nuestra propia muerte. Es que la
angustia es tanta; la sensación de desprotección, de soledad, de dolor son tan
patéticas que se presenta en nosotros una profunda sed y necesidad de
comprender, de entender, de encontrar significado a lo ocurrido.
Y allí nos ponemos a pensar. Afectamos todas
nuestras neuronas, toda nuestra mente, todos nuestros conocimientos, a esa
enorme empresa de “pensar”, en la búsqueda de “... entender”.
Sin embargo... no encontramos respuesta
alguna.
Es que, con frecuencia, ya desde una costumbre
tan apegada a nosotros, de querer racionalizarlo todo, encaramos caminos que
nos llevan a senderos sin destino alguno, tratando de aprehenderlo todo con la
razón. Llegar a la compresión de lo que nos pasa desde y por la cabeza, por
medio, exclusivamente, de la inteligencia. Nos olvidamos entonces de nuestro
principal medio de pensamiento, que es el”corazón”, encontrarnos con esta
novedad, con esta olvidada costumbre humana; y hacerla carne conlleva una larga
lucha nuestra: como la de todos los hombres. Tenemos ya internalizado, pegado
como si fuera un acto meramente reflejo, el principio de que “tenemos la cabeza
para pensar”: de que el proceso de pensamiento y entendimiento, pasa por la
cabeza, por el cerebro, por eso que llamamos”mente”.
Sin embargo parecería ser que no es esto lo
que nos enseñan nuestra experiencia personal, nuestros principios religiosos,
ni los maestros espirituales. Las escrituras y la experiencia de quienes han
accedido a obtener paz y serenidad, parecen insinuar en forma directa una idea distinta.
En efecto, insiste el salmista en recordar que
“Dios ha dado al hombre un corazón para pensar”, y nos recuerda el
proverbio:”Por encima de todo guarda tu corazón, porque de él brotan
todas las fuentes de la vida”
Salomón pidió a Dios como única gracia”...un
corazón que entienda...para discernir, y le fue concedido “un
corazón sabio e inteligente”, “... un corazón tan dilatado como la arena
a la orilla del mar”. Un corazón que puede ser también reflexivo y que puede
acceder a la comprensión, a la búsqueda de razones y de respuestas.
La Virgen, señala la escritura, “... guardaba
todas estas cosas y las meditaba en
su corazón”.
Ezequiel habla de la necesidad de “un corazón
nuevo”, los profetas recurren sistemáticamente a actitudes de “desgarrar el
corazón” y a la búsqueda de “un corazón puro”. Es decir que podemos estar muy
lejos de la verdad, y de nuestra recuperación, si buscamos “pensar”,
“entender”, “comprender” e, inclusive,”cuestionarnos “ desde “la mente”.
Como tantas veces se ha dicho, la distancia
más grande del mundo es de 40 cm.; que es la distancia que separa a la mente del corazón. Y esa distancia se
convierte a veces, en un abismo insondable, en un precipicio insorteable, que
impide y bloquea la comprensión; comprensión que, para los cuestionamientos
existenciales del ser humano, no puede obtenerse desde la mente, sino desde una
razón más profunda, que es la del corazón.
Si comprender es abarcar o rodear por completo
una cosa, lo más objetivamente posible, esa comprensión sólo puede venir desde
el corazón. Y en especial de un corazón puro; sin prejuicios emocionales, sin
historia, sin heridas. Un corazón abierto y desgarrado, un corazón que deja ver
su más pura esencia y conformación.
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