pero que nos excede —del
nosotros que no es nosotros—, puede proceder de la siguiente manera:
Recitar
lentamente en silencio, para uno mismo, lo que sigue, procurando darse cuenta
lo más vívidamente posible de la importancia de
cada uno de los enunciados:
Tengo un
cuerpo, pero no soy mi cuerpo. Puedo ver y sentir mi cuerpo, y lo que se puede
ver y sentir no es el auténtico Ser que ve. Mi
cuerpo puede estar cansado o excitado, enfermo o sano, sentirse ligero o
pesado, pero eso no tiene nada que ver con
mi yo interior. Tengo un cuerpo, pero no soy mi cuerpo.
Tengo deseos,
pero no soy mis deseos. Puedo conocer mis deseos, y lo que se puede conocer no
es el auténtico Conocedor. Los
deseos van y vienen, flotan en mi conciencia, pero no afectan a mi yo interior. Tengo deseos, pero
no soy deseos.
Tengo emociones, pero no soy mis
emociones. Puedo percibir y sentir mis emociones, y lo que se puede percibir y sentir no es el
auténtico Perceptor. Las emociones pasan a través de mí, pero no afectan a mi
yo interior.
Tengo emociones, pero
no soy emociones.
Tengo
pensamientos, pero no soy mis pensamientos. Puedo conocer e intuir mis
pensamientos, y lo que puede ser conocido no es el
auténtico Conocedor. Los pensamientos vienen a mí y luego me abandonan, pero no afectan a mi yo interior.
Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos.
Hecho esto
—que se puede repetir varias veces—, uno afirma tan concretamente como sea
posible: Soy lo que queda, un puro centro de
atención consciente, un testigo inmóvil de todos estos pensamientos, emociones,
sentimientos y deseos.
Si se
persiste en este tipo de ejercicio, el entendimiento que lleva implícito se
agudizará, y uno empezará a advertir cambios
fundamentales en su sensación de «sí mismo». Es posible, por ejemplo, que
empiece a intuir una profunda sensación interior
de libertad, ligereza, soltura y estabilidad. Esta frente, este «centro del
ciclón», mantendrá su lúcida quietud en medio de
los furiosos vientos de angustia y sufrimiento que puedan girar a su alrededor.
El descubrimiento de este testigo
central le ayudará a apartarse de las calamitosas olas de la superficie del
océano para hundirse en las calmas y
seguras profundidades del fondo. Al principio, quizás no se llegue a descender muy
por debajo de las agitadas aguas
de la emoción, pero con persistencia, es posible obtener la capacidad de
sumergirse profundamente en los
tranquilos recesos del alma y, tendido en el fondo, mirar atentamente, pero con
tranquilo desapego, hacia el torbellino
que antes nos tenía inmovilizados.
Hablamos aquí
del ser o testigo transpersonal; no hemos llegado aún al tema de la pura
conciencia de unidad.
En la conciencia de unidad,
también el testigo transpersonal se disuelve en lo atestiguado. Pero, antes de
que tal cosa pueda suceder, es menester descubrir el testigo transpersonal, que
entonces actúa como una especie de
«trampolín» el cual facilita el salto hacia la conciencia de unidad. Y
encontramos a este testigo transpersonal
desidentificándonos de todos los objetos particulares, ya sean mentales,
emocionales o físicos; es decir, trascendiéndolos.
En la medida
en que, efectivamente, se dé cuenta de que no es, por ejemplo, sus angustias,
éstas dejarán de ser una amenaza para usted.
Aun cuando la angustia se haga presente, ya no le abrumará, porque ya no estará exclusivamente atado a ella,
ya no la corteja, ni la combate, ni le opone resistencia, ni escapa de ella. De
la manera más radical, la angustia se
acepta totalmente, dejándola hacer lo que quiera. Usted no tiene nada que
perder, ni nada que ganar, con su presencia o
ausencia, puesto que se limita a contemplar su paso.
Así pues,
cualquier emoción, sensación, idea, recuerdo o vivencia que le perturbe a uno
es, simplemente, algo con lo que se ha
identificado de manera exclusiva, y para poner fin a la perturbación, es
necesario desidentificarse de ese algo. En una palabra,
deje que todo eso se desprenda de usted al darse cuenta de que nada de eso es
usted: puesto que puede verlas, esas
cosas no pueden ser el auténtico Ser que ve, el Sujeto. Y como no son su
verdadero ser; no hay razón para que se
identifique con ellas, se aferre a ellas, o se deje esclavizar por ellas.
Lentamente,
con suavidad, a medida que prosiga con esta «terapia» de desidentificación,
quizás descubra que la totalidad de su ser
individual (persona, ego, centauro), que hasta ahora se había esforzado por
defender y proteger, empieza a volverse
transparente y a desprenderse. No es que suceda exactamente así y se encuentre
flotando, desencarnado, por
el espacio. Más bien empieza a sentir que lo que acontece a su ser personal
—sus deseos, esperanzas,
preferencias, rechazos— no llega a ser cuestión de vida o muerte, porque dentro
de usted hay un ser más profundo y más
básico, a quien no afectan estas fluctuaciones periféricas, estas oleadas
superficiales, que provocan gran conmoción, pero
son poco consistentes.
Así, en un
nivel personal, el conjunto de su mente y su cuerpo puede sufrir dolor, humillación
o miedo; pero mientras usted se mantenga
como testigo de todo ello, como silo viera desde lo alto, nada de eso le
amenaza, de modo que ya no se siente movido a
manipularlo, combatirlo o someterlo. Como está dispuesto a ser testigo de lo
que le ocurre, a mirarlo con
imparcialidad, puede trascenderlo. Como escribió santo Tomas: «Aquello que
conoce ciertas cosas no puede tener en su
propia naturaleza ninguna de ellas». Así, si el ojo fuese de color rojo, no
sería capaz de percibir los objetos rojos.
Puede ver el rojo porque es transparente o «sin rojo». De la misma manera,
basta con que podamos observar nuestros
sufrimientos, ser testigo de ellos para sentirnos desprendidos, libres del
torbellino del cual somos testigos. «Eso»
interior que siente dolor, no conoce, en sí mismo, el dolor; eso que siente
miedo no sabe lo que es miedo; eso que percibe
la tensión esta libre de tensiones. Ser testigo de estos estados es
trascenderlos.
Ya no pueden atacarle por la
espalda porque está mirándolos de frente.
Así, podemos
entender por qué Patanjali, el codificador del yoga en la India, decía que la
ignorancia es la identificación del Ser que ve
con los instrumentos del ver. Cada vez que nos identificamos exclusivamente con
(o nos apegamos exclusivamente a) la
persona, el ego, el cuerpo o el centauro, cualquier cosa que amenace la
existencia o las normas de ellos, nos da la
impresión de que amenazara nuestro propio Ser. Todo apego a ideas, sensaciones, sentimientos o vivencias no
es más que otro eslabón en la cadena de nuestra autoesclavización.
Alguna vez,
hemos hablado de «terapia» como una «expansión» de la identidad, pero ahora
hemos dado un salto bastante brusco para
hablar de desidentificación. ¿No hay aquí una contradicción? De hecho, éstas no
son más que dos maneras de hablar de
un solo proceso. Observemos, por ejemplo, el descenso desde el nivel de la
persona al nivel del ego, un descenso en
el que suceden dos cosas. Una, que el individuo se identifica con su sombra.
Pero, en segundo lugar, se
desidentifica de, o rompe su ligazón exclusiva con su persona, de tal manera
que su «nueva» identidad, el ego, es una
combinación sinérgica de la persona y la sombra. De modo similar, para
descender al nivel del centauro, el individuo
extiende su identidad al cuerpo, al tiempo que se desidentifica del mero ego.
En cada caso, no sólo nos expandimos hasta
lograr una identidad nueva y más amplia, sino que rompemos también una vieja,
que ya nos venía estrecha. De la
misma manera, nos «expandimos» hacia la identidad más amplia del ser
trascendente rompiendo con suavidad nuestra
identidad más estrecha con el mero centauro o abandonándola.
Nos desidentificamos del
centauro, pero en dirección a la profundidad y la expansión.
Así, a medida
que empezamos a establecer contacto con el testigo transpersonal, comenzamos a
abandonar nuestros problemas,
ansiedades y preocupaciones puramente personales. De hecho, ni siquiera
intentamos resolver nuestros problemas y
aflicciones, tal como seguramente lo haríamos en los niveles de la persona, del
ego o del centauro. Pues aquí, nuestra
única preocupación es observar nuestras aflicciones personales, darnos cuenta
de ellas simple o inocentemente, sin
juzgarlas, evitarías, dramatizarías, actuar sobre ellas ni justificarlas.
Cuando surge un sentimiento o una tendencia,
nos convertimos en sus testigos. Si surge una aversión hacia ese sentimiento,
somos testigos de eso. Si la
aversión nos provoca a su vez aversión, somos testigos de eso mismo. Nada hay
que hacer, pero si surge un hacer, lo
presenciamos. Permanecemos en una «conciencia sin elección» en medio de todas
las aflicciones.
Esto sólo es posible cuando
entendemos que ninguna de ellas constituye nuestro ser verdadero. Mientras
sigamos apegados a ellas, habrá un
esfuerzo por manipularías, por más sutil que sea. Al entender que no son el
centro ni el ser, ya no insultamos a nuestras
aflicciones, no clamamos contra ellas ni las tomamos a mal, no intentamos
rechazarlas, ni nos complacemos en ellas.
Cada cosa que hacemos por resolver una aflicción no hace más que reforzar la
ilusión de que somos precisamente esa
aflicción. Por eso, en última instancia, el intento de escapar de nuestras
aflicciones no hace más que perpetuarlas. Lo
que tanto nos perturba no es lo que nos aflige, sino el apego que le tenemos.
Nos identificamos con lo que
nos aflige, y ahí radica la verdadera dificultad.
En vez de
luchar contra lo que nos aflige, simplemente asumimos hacia ello la inocencia
de una desprendida imparcialidad. A los sabios y
los místicos les gusta equiparar esta condición de testigos a la de un espejo.
Reflejamos cualquier
sensación o pensamiento que surja, sin adherirnos ni rechazarlo, de la misma
manera que un espejo refleja, perfecta e imparcialmente,
cualquier cosa que pase ante él. Como dice Chuang-Tse: «El hombre perfecto
emplea su mente como un espejo, que
nada aferra, ni a nada se niega; recibe, pero no conserva».
Si de alguna
manera consigue alcanzar este tipo de presencia desprendida (lo cual exige
tiempo), podrá considerar los sucesos que
ocurren en el conjunto de su mente y su cuerpo con la misma imparcialidad con
que contempla las nubes que pasan
flotando por el cielo, el agua que se precipita en un torrente, la lluvia sobre
el tejado, o cualquier otro objeto que
aparezca en su campo perceptual. En otras palabras, su relación con el conjunto
de su mente y su cuerpo llega a
ser lo mismo que su relación con todos los demás objetos. Hasta ahora, ha
venido usando el conjunto de su mente y su
cuerpo como algo con lo cual mira el mundo. Por eso se apegó íntimamente a
ellos y se ató a su limitada perspectiva. Al
identificarse en exclusiva con ellos, se encontró ligado y esclavizado a sus
problemas, sus dolores y sus
aflicciones. Pero al mirarlos con persistencia, se da cuenta de que son meros
objetos de la conciencia; de hecho, objetos
del testigo transpersonal. «Tengo mente, cuerpo y emociones, pero no soy mente, cuerpo ni emociones.»
La conciencia sin fronteras,
167-172 - Ken Wilber
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