Solo unos pocos
hechos, tienen la virtud y el poder de generar en el hombre profundos cambios,
verdaderas crisis vitales.
Son estos
acontecimientos, oportunidades (no siempre aprovechadas), para crecer y
otorgarle a nuestra existencia un sentido que rebase el individualismo egoísta
con que habitualmente nos movemos.
Entre ellos se
ubican pon su trascendencia: el nacimiento y la muerte de un hijo. Signado el
primero pon la felicidad y el segundo por el pesar de la perdida. Ambos por el
amor.
He tenido que
experimentar a lo largo de mi vida las dos emociones, desde ya, la última no
deseada.
Si Alguien (con
mayúscula) me propusiese volver el tiempo atrás y repetir la historia con su
mismo desgraciado final, yo aceptaría, porque remedando a J. L. Borges diría:
“he preferido ser feliz y desdichado, a
no ser ninguna de las dos cosas.
Cuando Martín partió
el dolor, el resentimiento, la impotencia, la desesperanza se adueñaron de mí.
De nada valieron en ese entonces el cariño de los seres queridos que aún me
quedaban: mis otros hijos, mi pareja, mis padres, algunos pocos amigos...
Necesité tocas
fondo, vomitar hasta el hartazgo esas emociones que me envenenaban, despojarme
de ellas hasta quedar como quedé: vacío, sin fuerzas ni ganas de seguir...
Al cabo de algún
tiempo, (no fue poco), comenzó a disiparse esa densa bruma, con dificultad me
puse de pié, La vida se ajetreaba a mí alrededor. El mundo no se había
detenido. Yo mismo, con mi gran dolor estaba vivo. Necesitaba replantearme
muchas cosas pero fundamentalmente como seguir sin él, sin su tierna presencia.
Si mi vida habría de continuar, debía ser de la mejor manera posible.
Aprendí a evitar las
conductas autodestructivas, a no asumir un papel de victima, a no mendigar una
limosna de afecto porque comprendí que no era yo ni mi dolor tan importante
para los demás, como para que me dispensaran demasiado tiempo.
Cada cual tiene sur
penas, pensé. Seguiré mi camino con dignidad, con la frente alta. Es cierto,
dolorosamente cierto que he perdido
un hijo, pero no seré por ello un
inválido ni reclamo de la sociedad un tratamiento especial. No he de incomodar
a nadie con mis queridos recuerdos, y podré además escuchar a otros en el
relato de sus desventuras y hasta asistirlos tal vez ya que el sufrimiento ha sido
para mí una escuela de vida y me ha sensibilizado de un modo especial frente al
dolor de los demás.
Es como si un velo
se hubiese disipado despojándome de urgencias materiales. Enseñándome que la
vida es presente, que la vida es hoy, que hoy es el único día del que soy
realmente dueño, y es aquí y hoy donde se manifiestan mis emociones. En esta
realidad no valen las postergaciones ni las promesas (que son una especie de
sentimiento posdatado y muchas veces incumplidas).
Hoy soy libre de ser
quien soy, de expresar mis sentimientos con claridad, de decir que sí, de decir
que no, de evocar la imagen de mi hijo y sentir en mi cuerpo la tibieza del
vínculo, y del amor reciproco, de elegir mi camino y tomar determinaciones sin
que estas incluyan necesariamente las expectativas de la sociedad.
Martín se fue y al
partir me ha abierto una pesada puerta de apegos y prejuicios, enseñándome a
vivir intensamente mi presente, con plenitud, con libertad, como él lo vivió,
con actitud dadora, cordial, espontánea, sensible dejando de lado mezquindades
y temores, eligiendo vivir a durar.
Hoy el futuro no es
más mi verdugo, es en todo caso una dulce promesa de reencuentro.
Hoy esta es mi
verdad y el recuerdo de mi hijo y de su hombría de bien me asisten
permanentemente.
Hoy este es el
camino que me acerca a él.
Sin pausas, sin
urgencias... día a día.
Carlos J.
Bianchi
No hay comentarios:
Publicar un comentario