Cuando tenemos fe
Es evidente que al hombre de fe, aunque sus creencias tiemblen o sean
jaqueadas por la experiencia vivida, le resultará menos tortuoso encontrar un
sentido a su sufrimiento: por lento que resulte el proceso, o por incierta que
sea su evolución. Advertirá, finalmente, o al menos intentará advertir, que identificar
ese sufrimiento con la pasión de Cristo, la vida eterna, o la concepción
trascendente de la vida que la religión cristiana, o su propia religión, otorga
al misterio de la redención del mundo.
Podrá también, encontrar formas de comunicación con su hijo, y lo tendrá
presente en la Comunión de los Santos, en los oficios religiosos, en la oración
o aprenderá a entablar con él una nueva relación: alma a alma; espíritu a
espíritu. Hasta llegará a sentir su presencia. A considerar que de él sólo a perdido
una parte visible, mientras cohabita con él en el mundo invisible que está
entre nosotros y que, aunque no podamos verlo, sí podemos sentirlo o creer en
él.
Allí es dónde opera la fe. La concepción sobrenatural del sufrimiento,
en el sentido religioso, y en la concepción sobrenatural del hombre, en el
misterio de Dios. Todo ello con la esperanza del reencuentro, en el final de
los tiempos, o en el final de nuestra vida. No hay entonces separación
definitiva, sino sólo “espera”.
Cuando no tenemos fe
Sin
embargo, no es tan sencillo para quién no tiene fe y, sin duda, la sensación de
angustia o de pérdida tiende a prolongarse en el proceso de recuperación. A
pesar de todo, en la dimensión humana del sufrimiento, también podemos buscar
un sentido, una vinculación con nuestra más oculta esencia.
La muerte de un hijo nos enfrenta con una de
las más cruda realidades de la vida: no hay garantía para los procesos que
consideramos naturales. La ley de la vida de que sean los hijos los que
entierren a sus padres se invierte absurdamente. Los tiempos se revuelven y nos
enfrentamos con situaciones que no sólo no podemos gobernar, sino tampoco
entender. Este hecho nos desarma, nos desnuda, hace caer por arte de magia
cualquier máscara, ropaje o escudo del que nos hayamos valido alguna vez para
no encontrarnos con nosotros mismos, o para evitar buscar en nuestro interior.
En un segundo estamos frente a frente con nosotros, con nuestra vida, con
nuestra más profunda y esencial desnudez. Nuestra propia humanidad y dignidad
son cuestionadas. Ya nada queda entre nosotros y nosotros. Y en la más absoluta
soledad del dolor. Solos, únicos, aislados del mundo. Y frente a nosotros
mismos.
Todos los hombres, más tarde o más temprano,
llegan al cuestionamiento de sus vidas, de su existir, a la búsqueda del
sentido de su vida. Algunos por propia iniciativa, otros por insatisfacción;
otros por angustia; otros, finalmente , por encarar búsqueda personal o
espiritual.
Nosotros fuimos llevados de golpe, sin
voluntad, sin preparación y sin preámbulos a esa confrontación. En forma
directa y de golpe, la realidad se presentó ante nosotros y todo lo exterior
cayó. Aparecimos tal como somos, débiles, mínimos desvalidos, impotentes,
incapaces de dar solución a lo que nos pasa. No sabemos quienes somos, ni dónde
estamos. Solos y sin identidad. Y desde esa nada, desde esa pobreza total de
recursos, es que comenzamos a transitar nuestro sufrimiento y a tratar de
encontrar un sentido a lo que nos pasa, y a lo que nos pasará, pues ya
aprendimos, con letras de sangre, que no podemos saber siquiera qué pasará.
Quizás lo que la búsqueda de dar un sentido al
sufrimiento signifique, es sólo una parte del proceso de tratar de encontrar un
sentido a nuestra vida. Intentar comprender que esta cuestión esencial siempre
estuvo dormida, o tapada, en nuestro
corazón y que lo único que ha ocurrido es que la muerte de nuestro hijo ha
sacado esta incógnita de su aletargamiento, para ponerla en primer plano y en
forma excluyente respecto de cualquier otro planteo.
Aunque no tenga fe; aunque no crea en el más
allá; aunque limite mis pensamientos solamente a lo que es susceptible de ser
alcanzado con los sentidos, no caben dudas que la muerte de un hijo lleva a
este cuestionamiento sobre la vida, la muerte y el sufrimiento. Como primera
medida, la pérdida de un hijo lleva, indefectiblemente, al enfrentamiento
individual y personal con el misterio de la vida y, más aún, con el de la
muerte. Tomamos conciencia real de la muerte y la sentimos en carne propia.
La muerte de un hijo nos pone de manifiesto
que todos nuestros hijos van a morir
algún día, y que lo único a lo que podemos aspirar es a morir nosotros antes.
Además, la muerte de un hijo hace advertir en forma cruda que nosotros, los
padres, también moriremos. Antes de la muerte de nuestro hijo pensábamos que
nosotros podríamos morir. Hoy no nos quedan dudas que moriremos.
Si esto es así, el cuestionamiento de qué
hacer con nuestra vida hasta tanto, surge solo. Y allí se encuéntrala búsqueda
de un sentido de la vida, y dentro de ella, del sufrimiento, que es la etapa de
la vida en la cual nos encontramos actualmente.
Y esa búsqueda es todo un camino, que se
ensambla con el de la esperanza en la recuperación.
No debemos angustiarnos por estar en la
búsqueda de un sentido a nuestra existencia o a nuestro sufrimiento, y no
encontrarlo, porque, como bien lo recuerda V. Frankl, atreverse a dudar de la
existencia de sentido en la vida o en el sufrimiento, y la búsqueda de
respuestas, no es una enfermedad psíquica sino una expresión de madurez mental;
madurez a la que nosotros nos encaminamos por la transformación involuntaria de
nuestras vidas como consecuencia de la muerte de nuestro hijo.
Según Frankl existen caminos principales, aún
para los no creyentes, a través de los cuales se puede encontrar sentido a la
vida: primero, mi vida puede cobrarse de sentido si realizo una obra, pero
también si vivo una experiencia referente a algo o a alguien en toda su
unicidad y singularidad, es decir amando. De este modo podemos cumplir con un
sentido ya sea en el servicio a una causa, o en el amor a una persona, y en
ello nos realizamos.
Por ello, encontrar el sentido del sufrimiento
es una experiencia hondamente humana, que revela el secreto de la
incondicionada tendencia al sentido que tiene la vida:”que el hombre en
situaciones límites de su existencia ,es llamado a dar fe de aquello que él y
sólo él es capaz”.
El pintor y escultor israelí Yehuda Bacon,
quién de niño fue llevado a Auschwits, fue preguntado, después de su liberación
que sentido tendrían aquellos años que pasó en un campo de concentración y
escribió:
“De niño pensaba: ya le contaré al mundo lo
que en Auschwist vi, con la esperanza de que el mundo cambiaría, pero el mundo
no cambió, pues el mundo no quería escuchar hablar de Auschwist. Sólo mucho
después comprendí realmente cuál es el sentido del dolor: el dolor realmente
tiene sentido cuando tú mismo te conviertes en otro hombre
No hay comentarios:
Publicar un comentario