Los padres que ven partir a un hijo de
sólo unas horas, días o pocos meses de vida y aún aquellos que vieron nacer a
su hijito ya muerto en el vientre de la madre, muchas veces viven su dolor en
soledad.
Luego de transcurrido
los primeros días después de la partida, familiares y amigos van espaciando sus
visitas y finalmente la pareja se queda sola. Y esto se cumple aún antes que en
los duelos que involucran niños de más edad o adolescentes.
La idea general es que
si no llegaron a conocerlo, a convivir con él o ella, si lo tuvieron tan poco
tiempo, “seguramente pronto se consolarán, tendrán otros niños, son tan
jóvenes...” Estas ideas se basan en un desconocimiento de la situación real que
viven un padre y una madre que han perdido un bebé. Ideas que hacen que la
mayoría de las personas los contemplen incrédulos cuando luego de transcurridos
años, estos mismos padres dejen escapar lágrimas ante la sola mención de su
nombre.
Verán a madres que
después de la partida prematura continúan usando ropas de embarazadas como una
forma de negar esa realidad tan dolorosa y prolongar la ilusión del pasado. Y
serán testigos de padres que se sientan horas frente a la tumba de su hijito
preguntándose “cómo hubiera sido de haber vivido”, o mamás que se preguntan si
hubo algo que ella hizo mal por lo que
el bebé murió tan pronto. Y las respuestas parecen no llegar.
Estos padres se
preguntan una y otra vez: ¿Para qué vino al mundo si se nos iba a ir tan
pronto?. ¿Por qué Dios nos permitió concebirlo si luego nos lo iba a arrebatar
así?.
Este dolor no
comprendido por otros, tiene que ver con largos meses de “dulce espera”, de
planes y proyectos que incluían a ese ser que no conocían pero al que ya
amaban. Planes y proyectos que se inventaron sólo por él y para él. Tiene que
ver con largos conciliábulos familiares
para elegir un nombre y con toda una
vida de esperanzas mientras ese ser crecía dentro del vientre de su madre.
Los padres de estos
niños logran expresar un vívido y tierno retrato de sus hijos y sus rostros se
iluminan ante la oportunidad de hablar de ellos: “el observaba todo con grandes
ojos asombrados, como si quisiera abarcar el mundo en esa mirada, como si
supiera que iba a partir...”, “era un bebé tan especial, tenía una gran dulzura,
siempre regalándonos sonrisas, siempre de buen humor...”, “se comunicaba con
nosotros a pesar de no hablar aún, con sus ojitos, sus sonrisas y sus
llantos...”.
Y aún los padres que
vieron nacer su hijito muerto, cuentan con qué vividez recordaban la forma en
que se movía dentro de la madre: “me acariciaba o me sorprendía o me llamaba la
atención cuando yo debía cambiar de posición porque se encontraba incómodo...”
Si, hay recuerdos
vívidos, dulces, intensos. Y hay muchas, muchísimas ilusiones truncas;
proyecciones a un futuro que nunca llegará, no con ese ser. Hay un nombre que
nunca será nombrado, hay una cuna vacía y un oso de peluche sin dueño.
Y hay miedos. Miedo de
no ser capaz de llevar a término un embarazo normal, de haber hecho algo mal
que causara directa o indirectamente la muerte del niño. Y son tantas las veces
que la causa no se conocen con certeza, y son en su mayoría, ajenas a los
padres.
Estos sentimientos
deben ser verbalizados, deben expresarse abiertamente para que no se conviertan en fantasmas y
llenen sus corazones y sus vidas de dudas y amargura; para que les llegue el
esclarecimiento con el aporte o el enfoque positivo a través de aquellos que
tienen la capacidad, amor y fortaleza para ayudarlos a discernir, a elaborar y
superar esos miedos, esas culpas tan destructivas como infundadas. Aquellos que
pueden ver más allá del dolor, porque sobre estos sentimientos negativos no se
puede comenzar a construir.
Elisabeth Kubler Ross
sintetiza su experiencia de décadas en
el campo de la tanatología en unas simples, claras y hermosas palabras. Ella
llama a los que realizan la transición prematuramente “seres de luz” que han
venido al mundo por un breve momento con
una misión específica: la de transformadores espirituales de los padres.
Viktor Frankl, padre de
la logoterapia dedicó una de sus obras a su hijito concebido sólo cuatro meses
antes de que su esposa fuera obligada a
abortar en un campo de concentración durante la segunda guerra mundial. Para
Frankl, la breve vida de su hijo tenía un sentido muy importante, que
trascendía la tragedia y el dolor, porque había sido concebido en el amor, y
era ese mismo amor el que le hizo escribir en la dedicatoria de su libro “An unheard cry for
meaning” (El grito no escuchado por un sentido): “a Herny o Marion, un niño no
nacido”.
El
sentido de la breve existencia física de estos seres, quizá tenga que ver con
un nuevo sentimiento de dulzura y alegría interior que los padres experimentan
al concebir esa vida, con una expandida capacidad de amar que los padres
descubren en su interior, que siempre estuvo allí pero que fue a través de
estos hijos que la despertaron.
Y esa incrementada
capacidad afectiva no desaparece con la
partida del hijo, es parte de nosotros y
si ellos nos ayudaron a descubrirla es en su homenaje que debemos cultivarla
para dar, dar todo el amor de que somos
capaces, y en nosotros reside el que, el paso de estos seres por el mundo, no
importa cuan fugaz, no haya sido en vano. Que haya despertado en nosotros a
seres más compasivos, más fuertes, más solidarios, porque habremos aprendido,
crecido y madurado en el dolor, descubriendo, y para siempre esa nueva e
incondicional forma de amar.
Alicia Schneider Berti
Gustavo Berti
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